BLASILLO
Nuestro
personaje acaba de vestirse y sale al sol fresco de la mañana a deambular su
rutina de Norte a Sur y de Este a Oeste por las calles de Baeza. Así, desaliñado
y feliz, cruza los soportales. A grandes voces, con tan mala articulación como
con hondura y verdad, saluda a todos y a cada uno de los viandantes con quienes
se encuentra, figurantes de un espacio de siglos igual a sí mismo recién
estrenado para el día hoy, y lo hace por sus nombres propios subrayados o
adelantados con un “¡Eeeh!” sonoro y festivo, un “¡Eeeh!” cómplice y feliz de
saberse ambos extremos del canal comunicativo vivos y de haber tomado ambas
partes conciencia plena de que sus nombres no figuran en las esquelas que, día
sí día no, se van colocando con triste urgencia en los sitios habituales de la
ciudad donde se anuncia la muerte de uno de los nuestros, donde se nos dice
entre fórmulas retóricas que por la tarde descansará camino abajo, en el
cementerio local, tan digno y tan limpio que quisiera traer a la vida a quienes
allí reposan. Y él, con sus luminosos ojos azules, ahora cruza, pareciera que
sinsentido, la calle donde otro viandante, con graciosa ternura, lo saludará
con un “Buenos días, tontito”, al que responderá
riente con un “¡Eeeh!” aún más sonoro en la mañana que, poco a poco, va
llenando de luz y movimiento ese espacio de siglos, sí, igual a sí mismo…
Cuántas
veces, conforme avanzaba en mi lectura de San Manuel Bueno mártir, de
Miguel de Unamuno, he pensado en ti, al encontrarme con el personaje de
Blasillo, tan irracional e inocente cuando repite las palabras de don Manuel
Bueno, el personaje que da vida a la novela, y cuánta emoción he sentido al
escucharte cantar tus saetas en la Plaza de Santa María de esa manera como solo
tú sabes hacer, con gritos redoblados e inarmónicos pero ¡tan verdaderos! que
nadie osa interrumpir, que todos escuchamos en silencio con sonrisa dibujada en
nuestros labios mientras ese Cristo de madera, agónico y herido hasta la
saciedad, sube la cuesta sobre los hombros callados de unas decenas de
costaleros y tu mirada se llena de espanto ante la representación de tan
salvaje crueldad. Tú, sí, nuestro Blasillo.
ANTONIO CHICHARRO