BLASILLO, por ANTONIO CHICHARRO



BLASILLO



Nuestro personaje acaba de vestirse y sale al sol fresco de la mañana a deambular su rutina de Norte a Sur y de Este a Oeste por las calles de Baeza. Así, desaliñado y feliz, cruza los soportales. A grandes voces, con tan mala articulación como con hondura y verdad, saluda a todos y a cada uno de los viandantes con quienes se encuentra, figurantes de un espacio de siglos igual a sí mismo recién estrenado para el día hoy, y lo hace por sus nombres propios subrayados o adelantados con un “¡Eeeh!” sonoro y festivo, un “¡Eeeh!” cómplice y feliz de saberse ambos extremos del canal comunicativo vivos y de haber tomado ambas partes conciencia plena de que sus nombres no figuran en las esquelas que, día sí día no, se van colocando con triste urgencia en los sitios habituales de la ciudad donde se anuncia la muerte de uno de los nuestros, donde se nos dice entre fórmulas retóricas que por la tarde descansará camino abajo, en el cementerio local, tan digno y tan limpio que quisiera traer a la vida a quienes allí reposan. Y él, con sus luminosos ojos azules, ahora cruza, pareciera que sinsentido, la calle donde otro viandante, con graciosa ternura, lo saludará con un  “Buenos días, tontito”, al que responderá riente con un “¡Eeeh!” aún más sonoro en la mañana que, poco a poco, va llenando de luz y movimiento ese espacio de siglos, sí, igual a sí mismo…
Cuántas veces, conforme avanzaba en mi lectura de San Manuel Bueno mártir, de Miguel de Unamuno, he pensado en ti, al encontrarme con el personaje de Blasillo, tan irracional e inocente cuando repite las palabras de don Manuel Bueno, el personaje que da vida a la novela, y cuánta emoción he sentido al escucharte cantar tus saetas en la Plaza de Santa María de esa manera como solo tú sabes hacer, con gritos redoblados e inarmónicos pero ¡tan verdaderos! que nadie osa interrumpir, que todos escuchamos en silencio con sonrisa dibujada en nuestros labios mientras ese Cristo de madera, agónico y herido hasta la saciedad, sube la cuesta sobre los hombros callados de unas decenas de costaleros y tu mirada se llena de espanto ante la representación de tan salvaje crueldad. Tú, sí, nuestro Blasillo.

ANTONIO CHICHARRO