Quieren tradición
El paso del tiempo ha
servido para fortalecer prejuicios, no para suavizarlos o borrarlos, y para
fomentar las adhesiones irracionales a lo unánime
EL PAÍS, 28 ABR 2017
El letrero aparecía en un
lugar prominente en cuanto se entraba en la página web del periódico, con esa
pulsación de apetencia ansiosa que gusta tanto a los publicitarios: “Quiero
tradición”, “Quiero Semana Santa”. Era un anuncio turístico de la Xunta
de Galicia, pero cuando esas dos frases aparecían sin previo aviso era
también una afirmación de visceralidad muy propia de estos tiempos: por una
parte, la visceralidad de los deseos urgentes del consumo; por otra, la del
apego a lo propio, a lo originario, y en último extremo a lo religioso, en su
versión más exterior y contrarreformista, más enraizada en el predominio de
tantos siglos de la Iglesia católica sobre la vida española, a costa siempre
del pluralismo político y la soberanía de los poderes públicos.
Cuando yo era joven la
palabra “tradición” tenía un sentido negativo para las personas progresistas, porque venía
asociada a lo peor de nuestra historia. Tradición significaba dictadura,
oscurantismo, conformidad con lo establecido, atraso. Tradición eran los coros
y danzas y los tronos de Semana Santa custodiados por la Guardia Civil en
uniforme de gala y los quelonios franquistas desfilando lentamente junto a los
clérigos en las procesiones. Tradición era el reverso de todo lo que
ansiábamos: era el apego a lo peor del pasado, y lo que nosotros queríamos era
el porvenir; era el fanatismo de lo autóctono, cuando nosotros aspirábamos a
que nuestro país se abriera al mundo y abrazara las libertades que eran comunes
más allá de nuestra frontera; tradición era borrar la historia real y
sustituirla por fábulas patrioteras de conquistas gloriosas y resistencia al
enemigo exterior; tradición era identificar lo español con lo católico.
Queríamos, y algunos de
nosotros lo queremos aún, romper con aquellas tradiciones escleróticas para
adherirnos a la gran tradición ilustrada de la libertad de expresión, el
pensamiento crítico, el debate abierto y libre, el gobierno de las mayorías, el
imperio de la ley, el respeto y la protección a las minorías y a los derechos
individuales. El laicismo y la educación pública estaban arraigados desde hacía
al menos un siglo en otros lugares del mundo, pero para nosotros, en los años
setenta del siglo pasado, eran reclamaciones urgentes, sueños que parecían más
prácticos precisamente porque se correspondían con lo habitual en otros países.
Hace 40 años justos, en el
gran clamor festivo de las primeras elecciones libres, todo esto parecía
accesible. Ahora comprobamos, no sin desolación, que en gran parte seguimos en
las mismas, con la diferencia de que ya no hay ninguna fuerza política ni medio
de comunicación que reivindique abiertamente los ideales ilustrados y laicos, y
de que defenderlos a cuerpo limpio se ha vuelto más difícil y más arriesgado
que en cualquier otro momento de las últimas décadas.
Viajo por Andalucía y una
lectora veterana me recuerda artículos que yo publicaba en la edición regional
de este periódico hace más de 20 años, cuando la dirigía Soledad Gallego-Díaz.
En esa época los socialistas llevaban gobernando en España y en Andalucía más
de 10 años (en Andalucía eso no ha cambiado). Yo solía escribir aquellas
columnas en un estado de estupor que con frecuencia se convertía en abierta
indignación. Me causaba estupor y me provocaba cada vez más indignación que las
tradiciones más decrépitas del folclorismo y el oscurantismo, en vez de
disiparse poco a poco, cobraran más fuerza que nunca convertidas ahora en
rasgos obligatorios de una
identidad andaluza inventada a toda prisa, e impuesta por la televisión oficial
con un gasto de dinero público que se escatimaba para tareas de verdad
necesarias, como la dignidad de la enseñanza pública. Me parecía inaceptable
que por beatería, conformismo o cinismo electoral las autoridades democráticas
desfilaran en las procesiones de Semana Santa con la misma reverencia con que
lo habían hecho los mandamases franquistas. Mi lectora se acuerda de un
artículo que publiqué en 1996, Andalucía obligatoria. Lo escribí al enterarme de que entre los cursos de
capacitación del profesorado que programaba la Consejería de Educación de la
Junta había uno consagrado al “espíritu rociero”. Nunca he escrito nada que
provocara reacciones
más agresivas. Eran tiempos
anteriores a las redes sociales, pero ya abundaban las unanimidades ultrajadas:
el periódico publicó una carta
furiosa firmada
contra mí por sesenta y tantos usuarios de los cursos de espíritu rociero,
entre ellos un obispo.
Han pasado 21 años desde
entonces. Hay cosas que uno escribe y que aspira a que puedan durar, en la
medida incierta en que duran las cosas humanas. Hay otras que preferiría que se
quedaran obsoletas, que sirvieran si acaso para atestiguar rebeldías que
lograron sus objetivos, causas dignas que ya no es preciso seguir defendiendo.
Viajando por Andalucía y escuchando a personas razonables que me dicen en
privado lo que ya no se atreven a decir en público y ni siquiera en voz muy
alta, me doy cuenta de que lo más triste de todo no es que un artículo escrito
hace más de 20 años siga teniendo actualidad: es que las cosas, en Andalucía y
en cualquier otro sitio de España, probablemente han ido a peor. Lo que hace 20
años fueron unas cuantas cartas al director y algunos anónimos enviados por
correo sería ahora un acoso asfixiante en las redes sociales. En 40 años de
democracia no ha arraigado ninguna de las tradiciones democráticas que hubieran
debido sembrarse desde del principio. Para lo que ha servido el paso del tiempo
ha sido para fortalecer prejuicios, no para suavizarlos o borrarlos. En vez del
pensamiento crítico, que por naturaleza es individual y tiende a la disidencia,
se han fomentado las adhesiones irracionales a lo unánime. Cuanta menos
historia se enseña y mayor es la ignorancia del pasado inmediato, más fuerza
tienen los orgullos identitarios: cuanto más sagrada es una tradición, más
innecesario y hasta peligroso se vuelve el conocimiento verdadero. Sociedades
clientelares y estancadas que necesitarían el flujo vivificador de la crítica y
el debate abierto se sumen en una conformidad paralizadora, muy adecuada para
el mantenimiento de privilegios sociales y hegemonías políticas, en un miedo al
arcaico “qué dirán” que es tan dañino para la conciencia como para el
despliegue provechoso de las capacidades y las iniciativas que favorecen la
prosperidad. No callar es más arriesgado ahora que en 1996, pero es igual de
necesario; aunque uno sospeche que, visto lo visto, también es superfluo.