FIRMA INVITADA: "SHAKESPEARE, EL CUERDO QUE ENTIENDE A LOS LOCOS", por MIGUEL CARREÑO CARREÑO



SHAKESPEARE, EL CUERDO QUE ENTIENDE A LOS LOCOS



Correspondo con el presente artículo al nada ingenuo trabajo “Una interpretación ingenua de Shakespeare”, de Salvador Perán Mesa, en su lectura de El Rey Lear y Macbeth publicado en este mismo blog (http://baezaliteraria.blogspot.com.es/el pasado 21 de septiembre.

Lear, en la escena de división de su reino, según dice quiere despojarse de su poder y dejar de ser rey. Y plantea la situación como un simple trámite, embargado de suficiencia. En cambio, cuando interactúan los personajes surge un final inesperado. Aparentemente Lear no consigue lo que se proponía porque no se adapta al ritmo de transición de esa situación y, durante la misma, sigue siendo (mantiene todavía el poder) y sintiendo (le molesta la verdad, señala agudamente el autor del trabajo sobre Lear que comento) como rey. Pues, aunque era otra su voluntad, los hechos suceden con una dialéctica tan realista que escapan a su control y la situación se le va de las manos.
La escena no es estática sino dinámica y, por consiguiente, ambigua. Como la vida misma. Y no sólo Lear, también patinan (se equivocan), por decirlo así, las “verdades” inapelables de los fieles (honrados) vasallos y de todos los que están en la línea de franqueza de Cordelia porque no han captado la pretensión de buena voluntad del rey. Son, pues, buenos pero ingenuos. Y la ingenuidad cuando no se es niño es dudosa virtud.
Por el contrario, los pillos y sinvergüenzas, además de que están para aprovecharse como las dos hermanas mayores, le siguen el rollo al rey para hacerle la pelota y así conseguir su beneficio. Aunque también estén ciegos al momento que viven.
De he ahí la multiplicidad inabarcable que es Shakespeare.
Lear pretendía ejercer del niño que dice que el rey está desnudo, pero sus vasallos y sus hijas seguían viéndolo vestido con toda la razón. Y el mismo Lear, que tiene todas las cartas y juega solo, también pierde la partida.
Los personajes de Shakespeare van a remolque de los sucesos que ellos mismos provocan y, cojan el tren o queden varados en la estación, inevitablemente descarrilan. La impresión (de veracidad) que ello produce en el espectador / lector es nuestra fascinación por Shakespeare.
Lear (o sea, nosotros) decide salirse del papel de rey, mostrarse como es, como hombre, pero a la hora de la verdad fracasa. Pierde la “cordura” porque es incapaz de quitarse la máscara, aunque ése fuera su propósito.
Lear ha visto dentro de sí, en su yo, en su abismo. Ha visto su infierno. Lo que esperaba una gloriosa abdicación se convierte en un juicio final, un balance de vida, donde es juzgado por el más severo de los jueces, el juez al que no se puede engañar: él mismo. Y lejos de tragarse su “justo” orgullo con humildad, peca de soberbia y con ira, y plena conciencia, condena a los “buenos” / veraces y premia a los “malos” / mentirosos. No hay problema de comunicación, carece de importancia la “verdad” de los auténticos o la “mentira” de los tramposos; a todos los conoce bien. Lear es clarividente, pero, incapaz de asumir su impostura vital y víctima de su propia injusticia, “enloquece”.
Enloquece porque no acepta su responsabilidad sobre la propia vida que “sabe” no puede descargar en el destino, los dioses o en Dios. Pero enloquece por vanidad, por debilidad, convirtiéndose en un pelele. No es un loco engrandecido capaz de ir más allá de su destino, como el otro gran loco, Don Quijote (el yo inventado: el gran héroe moderno: yo sé quién soy, y las hazañas de todos los grandes “héroes” quedarán pequeñas al lado de las mías, etcétera. Se autodefine, palabra más o menos, cuando le increpa un convecino sobre si no es un simple vecino del pueblo que vive unas calles más abajo). El “loco” Lear no da la talla. No es un héroe, un hombre moderno, capaz de crearse a sí mismo, de romper con el destino o la divinidad. Y Shakespeare lo desenmascara. Lear, digamos, descarrila por no atreverse a vivir sin la máscara, sin protección ante los demás y ante sí mismo. Descarrila, por justo castigo: por abortar ser “héroe” sin intentarlo siquiera (una cosa es decir y otra distinta, hacer). Es un hombre del pasado que no merece la pena. “¿Quién puede decirme quién soy?...”, grita. “La sombra de Lear”, le contesta el Bufón. (“Who is it that can tell me who I am?”. “ Lear’s shadow”).
El que anhela y se afana, ése merece salvarse, se dice en el Fausto justo en el momento en que Dios incumple su promesa y le birla el alma prometida a Satanás. Probablemente, la expresión más alta sobre lo que es el hombre de hoy. El hombre que con su hacer consigue que Dios rompa su palabra, su promesa. El hombre responsable que se autoafirma. El hombre moderno, se sabe solo, sin excusas, él es su propia responsabilidad. Lear, Don Quijote, han mirado dentro de sí y no les ha gustado lo que han visto, lo que son (lo que somos). Lear se asusta y se convierte en la sombra de sí mismo. Don Quijote (un tal Alonso “x”, un don nadie), se convierte en Don Quijote.
Lear (Shakespeare, el gran psicólogo. Nosotros), sabe / sabemos que estamos desnudos / solos. Pero también sabe que no está a la altura / que no estamos a la altura. Y es el niño, con su dedo, quien nos desenmascara.
Acierta el autor de “Una interpretación ingenua de Shakespeare” cuando titula “Macbeth en el subconsciente”, es legítimo su aserto. Es discutible, sin embargo, la afirmación de Bloom sobre la paternidad de Shakespeare del Psicoanálisis.
Del inconsciente sabían los primeros griegos y a su influencia en los comportamientos humanos la consideraban obra de los dioses. Platón (un griego más avanzado) en el Fedro, muestra una visión compleja del alma humana. Así, en la metáfora del auriga y el carro alado, explica alegóricamente la dificultad para conducirse en el carro de la vida cuando el auriga tiene que poner orden entre un caballo irracional (“loco”, concupiscente, etc. ¿el inconsciente?) y un caballo racional (bueno, etc.). ¿Recuerda o no recuerda la alegoría del carro alado: el Superego, el Ego y el Ello, de Freud?
La cultura  judía con su gran sagacidad y penetración psicológica ensucian el alado y bello inconsciente heleno con la turbidez de la culpa, mediante la metáfora de demonio y la del pecado original.
San Pablo establece un puente entre ambas posiciones y heleniza en cierto modo el pecado judío: el pecado ya no es suyo, no viene de fábrica –original‒, sino que es una fuerza ajena que actúa en él: “… y no acabo de comprender mi conducta, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco… no soy yo quien lo hace, sino la fuerza del pecado que actúa en mi…” (¿el inconsciente?: si hubiera leído a Paulov y su reflejo condicionado, habría comprendido. Por cierto, ¿lo leería Freud –vanidoso como Lear. Ah, la vanidad, esa hermana pobre de la inteligencia, y no comprendió…?). Pero Dios debe salvarle por creer en su ley, por su fe. Uno de los principios fundamentales del cristianismo: la salvación por la fe (aunque Cristo dijo: “Por sus obras los conoceréis”).
Aristóteles argumenta: “…la templanza consiste en resistir, mediante la razón, las pasiones y los deseos que uno siente en su alma…” Con ello corrige a Sócrates, que decía que si existen hombres malos, lo son a pesar suyo, y con mucha anticipación (sin saberlo, claro) también a San Pablo.
San Agustín (seguidor de Plotino, el gran embellecedor del Alma, incluso más allá de Platón, pues veía en el alma humana el reflejo de la divinidad. Donde beberían los místicos que encontraron a Dios dentro de sí) fue el primero que, conocedor de Platón y el helenismo, con formación judeocristiana, y poseedor de una vida turbulenta en su juventud, dijo “Mihi quaestio factus sum”. Que se traduciría así: “Me he convertido en la pregunta o en la cuestión para mí”. O de modo más directo: el problema (la pregunta, el enigma) soy yo. O sea, no sólo contempla el reflejo de Dios en su interior sino que ve también dentro de sí al demonio (reflejo del caballo loco del auriga, pero el bello caballo alado griego está manchado por la oscura culpa judía). Llamar a esto inconsciente era sólo eso: ponerle un nombre (lo que sí hizo Freud –en justicia, a cada uno lo suyo‒, que dijo que la conducta objetiva era en su base inconsciente. Siendo este el primer principio de su psicoanálisis. El segundo principio, y motor solapado de la conducta, era la sexualidad. Si bien en esto tampoco fue original pues se lo debe entre otros al propio Platón, Aristóteles, etc.).
Bloom considera a Shakespeare creador del Psicoanálisis por la forma en que sus personajes se “cambian” a sí mismos mientras declaman, escuchándose. Fórmula muy parecida a la utilizada por Freud en su método terapéutico, desde luego. Pero permítaseme volver a San Agustín y sus confesiones. No es la suya una confesión infantiloide en que hoy me arrepiento / me confieso / me perdonas y como Tú me has hecho imperfecto mañana vuelvo a pecar y que siga la rueda. Las Confesiones de San Agustín muestran su alma sin tapujos, son veraces. Es la declaración de un yo plenamente consciente de sí. Un yo constituido y autoanalizado / crítico en lo positivo y lo negativo, lleno de sí mismo, responsable, que se autoafirma pero se esfuerza / aprende y, consecuente, es capaz de cambiar (esto es lo moral: el proceso de búsqueda de la verdad. Lo moral, la verdad, no existen, existe el individuo que se esfuerza y se construye con autenticidad). O sea, lo que hoy consideramos el yo moderno: el yo constituido en toda su individualidad.
Sea considerado o no el padre del psicoanálisis, por penetración en el alma humana, San Agustín es l gran psicólogo que conjuga las visiones griega y judeocristiana. Pero una visión profunda de su pensamiento dice más, considero a Agustín de Hipona el primer pensador moderno: el enigma no es el destino –no necesita oráculos‒, ni los dioses, ni el dios judeocristiano, ni la eternidad, sino yo, la consciencia: el alma humana. En definitiva, desplaza el pensamiento de los dioses o Dios y lo focaliza en el hombre, adelantándose mil años al renacimiento y al mismo Shakespeare.



MIGUEL CARREÑO CARREÑO
Psicólogo de Instituciones Penitenciarias