LOS SUEÑOS DE BENITO
Para
Araceli Ramírez Arévalo
Soñaba
Benito a jugar con las palabras, como si las palabras tuviesen algo que ver con
los juegos que él soñaba. Los juegos, casi siempre, desmitifican lo que tienen
de sentido. ¿Quién no ha jugado de niño y ha terminado riñendo con el compañero
de juegos? ¿Quién no al juego del amor, al juego de la aventura, al de la
guerra, a aquel en el que se gana o se pierde dinero?. Los juegos aparentemente
son siempre inofensivos, pero si nos paramos un poco en el mundo de los juegos,
los juegos son en el fondo un arma de contradicción, piénsese en el fútbol, si
no gana tu equipo te empobreces y sufres, si gana te alegras de la derrota del
contrario, y así sucesivamente. Como te ampares en esa conjugación de varias
cosas que son los juegos: los desmitificas.
Pero
la vida es juego.
Benito
es un hombre afortunado: es guapo, fuerte, joven, tiene dinero suficiente como para
no pasar apuros económicos, tiene tantas cosas positivas que es envidiado por
alguna gente. También tiene una novia hermosa. Licenciada en Ciencias de la
Información, maneja un telediario y construye en él la palabra para dar voz a
los acontecimientos en la sociedad, para lucir su boca, para señorear su
belleza ante la pantalla y tener a más de cuatro admiradores pendientes de su
hora televisiva y, a más de cuatro mujeres mirando el peinado que diariamente
le hacen antes de ponerse en antena. Benito sabe que antes de salir a la
pantalla la ponen más guapa de lo que es, al menos más maquillada; más, sin
excesos, además, le hacen una toma de cintura para arriba, ofreciendo pecho y
rostro e intentando dar a la imaginación el juego de adivinar la otra parte de
su cuerpo.
Benito
es afortunado, tiene una novia soñada por mucha gente, deseada por mucha gente.
En el silencio sustancial de los telediarios las miradas se incrustan en su
rostro como queriendo jugar a ser dueñas de él, pero se equivocan, el rostro y
el cuerpo, por el momento, es solamente de Benito, y de él depende que le dure
como propietario, como dueño, ya que cuando habla dice “es mía” y cuando le
tiran el “trapo” sobre su rostro, sobre su hermosura, suele decir: “comentar lo
que queráis, pero es mía, vuestras son solamente las imaginaciones, mías son
las realidades”.
Pero
la vida es un juego.
Benito,
aparte de ser dueño de muchas cosas, es “dueño” de esa mujer con la cual sueñan
muchos desaprensivos, pues cuando alguien le pregunta dice totalmente
convencido: “es mía”, “esa mujer es mía”. Y mira a su alrededor como
sintiéndose verdaderamente dueño de una mujer, no compañero.
Benito
es propietario de una empresa grande, como para tener trabajando con él
doscientos empleados, cuando pasan por su lado la mayoría piensa: “el lila éste
se lleva una mujer impresionante, pero muy soñada, muy deseada por todo el
mundo”. La hechizada postura de los sueños toman en Benito un deseo distinto a
lo que tiene, a un poder que abastece la aceptable presencia de creerse un
iluminado por los dioses de la apreciación que le ha otorgado la vida, pues, en
el fondo, Benito sueña con otras cosas, con algo más sublime, con aquello que
lo puede llevar al Olimpo de los dioses terrenales. Benito sueña con una
iluminación. Benito sueña y piensa en pensar y escenificar un mundo que él no
tiene
No sabe
que detrás de su deseo existen cosas en las que los hombres no mandan nada, por
eso no asume que dentro de lo que quiere hay posturas adversas que pueden mirar
su belleza y esa posición en la que privilegiadamente se encuentra. No entra en
él la palabra modestia, la palabra sensatez; el concepto deseo es en su persona
una cosa impuesta por su propia egolatría, por el sentido poderoso de su mimo
anímico.
Tiene
todo lo que quiere dentro del mundo material, tiene, hasta esa mujer deseada
por tanta gente, su belleza, su abolengo, pero él quiere idolatrarse ante ella,
le gustaría emularla, por eso guarda con celo esas ideas a las que quiere darle
forma dentro de sus convicciones.
Benito
en el fondo es un hombre bueno, algo creidillo, pero bueno, quiere hacer de su
vida una cosa distinta a lo que está llevado por su suerte, quiere ser él
sencillamente, él; en el modo abstracto en el que su idea bulle a diario y su
consciente anima en el silencio de sus divagaciones y de sus juegos mentales.
Su
novia se merece mucho más de lo que tiene, ella tiene en Benito la segura
posesión del capricho, del deseo. Según él, su novia es una mujer privilegiada,
es guapa como ella sola y tiene un novio bello que además, es rico.
“Ay
Benito, por qué no piensas un poco en el interior, Benito”.
Dice
un amigo suyo que Benito no es suficiente para esa mujer, que a esa mujer le
hace falta algo más que un hombre, que a esa mujer dotada de tan singular
belleza, no se la puede tratar como si fuese solamente una mujer de consumo,
que Benito ve en ella un producto más de supermercado y que, de esa forma, la
convierte en un objeto, un objeto en el que aparecen de vez en cuando
contradicciones someras.
El
mundo de los telediarios se convierte en el entorno de las dos personas en un
sin fin de conjeturas, en ese devenir de la gente cuando detrás de la imagen se
conoce a la persona, en sus círculos, Benito y su novia son producto de
divagaciones, de charlas concretas por donde salen conversaciones que son
solamente, o posiblemente; envida, o la apreciación del chisme inducido por
ella, de todas formas, Benito es un hombre afortunado, pues se habla de él en
cualquier momento y con cualquier excusa, pero detrás, detrás de él siempre
está la belleza insuperable de la mujer del telediario, de esa mujer a la que
le hacen una toma de cintura para arriba y dejan lo susceptible para la
imaginación, para aquello que en el subconsciente, navega en el movimiento
inadvertido de los deseos en solitario.
Benito
sueña con ser Presentador de Televisión, con ser también objeto deseado en el
silencio de las casas, en el acompañamiento del descanso cuando se intentan
evadir los problemas mirando al televisor, Benito quiere ser más que persona un
objeto.
Pero
la vida es un juego.
En el fondo de la cafetería ve una cara que
le resulta familiar, una cara que le “suena”, pero la mira y no sabe de dónde
le viene esa familiaridad , no obstante; la mira como queriendo sacar de ella
alguna conclusión interesada.
En el fondo de la
cafetería hay un hombre sentado que devora el periódico detrás de unas gafas
gordas y un pelo revuelto dejado a su albedrío, en la mesa donde está, hay
varios libros desparramados sin que aparentemente sean objeto del gafotas, pues
éste, al tiempo que lee toma un café mojado con una magdalena que le llena la
camisa de unas gotas susceptibles de despreocupación, y un cigarro, humeante,
más ceniza que pitillo, intentando quemar el dedo corazón de quien lo tiene
intrigado al guapo de Benito.
Canta Mercedes Sosa una canción protesta y
el “gafas” se detiene mirando hacia el techo. Queda desprotegido el periódico
sin ojos, éstos se pierden solo con el humo del cigarro y dejan para el
suspense un mirar inconcluso, un larvado sentir en el momento en que la mujer
canta con su voz la ruleta de la vida, y se queda pensando: huele el tabaco y
fuma. Benito no deja de mirar, esa silueta, ese caracoleado pelo resguardando
la caspa, le dice que está delante de alguien que él conoce,--o intenta
conocer—pero que no sabe quién es y, se estremece.
Había
quedado con su novia para tomar café y darse un paseo en el coche nuevo. Un
potente BMV de color rojo esperaba a la puerta las órdenes de su amo para
después del café llevar a la mujer a cualquier sitio donde fuese admirado
viajando en su compañía y en la del coche. Benito, teniendo tantas cosas no
podía ser lo que él soñaba, pero, ¡Era tan feliz con su poder económico! Con su
novia tan guapa y tan deseada, y tan conocida, y tan popular. Ay Benito,
Benito, cuántas cosas tienes. Y no era feliz, no, no era feliz pues deseaba ser
él el deseado. Hombres guapos había muchos, mujeres como su novia también,
aunque no fuesen tan deseadas, Benito ignoraba que a la vida se viene y en ella
uno es aquello que la misma hace de ti, o que tú haces de la misma.
Esperó
un momento, casi intranquilo, pensando en que su novia no llegase, se sentía impaciente;
miró su coche, lo vio más rojo de lo que era, más potente de lo reflejado y
lanzó sus ojos a todos lados, a todos lados por si era objeto visor de las
miradas. Benito es ideal para su cuerpo, ideal para sentirse reflejado en su
silueta, pero ante todo, Benito tiene el don de complacerse aunque quiera ser
otro, aunque no pueda serlo. Benito es como los políticos que se sienten
deseados, admirados, odiados…
En el fondo de la cafetería el hombre de las
gafas gruesas y el pelo revuelto entre las caracolas que protegían la caspa,
leía el periódico y fumaba despreocupado.
En el fondo de la cafetería un olor a tabaco
y un lúcido velo de nostalgia desparramaba ese ambiente en el que no entraba
Benito.
Las
miradas fueron hacia la puerta, todas, absolutamente todas, todas menos una, la
del gafotas que, o por no ver la puerta y lo que en ella se vislumbraba; por su
miopía, o porque no le interesaba ser igual que todo el mundo, seguía dale que
dale al tabaco y mojaba su índice para abrir la página de ese artilugio donde
todo se vendía y compraba: la prensa, bicolor de un sentido en el que se ampara
para la noticia quien le importa más que la noticia sus connotaciones. Era el
único que no era un observador de bellezas enmarcadas.
El
beso de Benito fue casi sonoro, la mujer complacida, conjugó coquetona el acto
del encuentro y, en su beso, algo más que de recibimiento dejó que se
observase.
Ya
tomados del brazo como cortejo intuido, pasaron para adentro y se sentaron. Una
muchacha joven les limpió la mesa y les puso un refresco sin azúcar y un café
doble con crema rubia del torrefacto, un coñac en una copa sumamente grande
dejó esparcir su aroma de reserva, mientras las manos de ambos jugaban a
acariciarse.
La música sonaba como si no importase, lenta la canción,
untaba en regocijo aquello en donde el beso fraguaba sus aljibes, y la tarde
caía aun sin apreciarse, porque dentro del local la luz no es la misma, ni nada
es lo mismo, fuera, delante de las aceras, es el trajín quien manda y no el
sosiego parcial de la cafetería.
Oh la cafetería, cuantas cosas se expanden en la
cafetería.
La
mujer dejó sus ojos clavados en el hombre, en los rizos sonoros de su pelo, en
las gafas gordotas de sus ojos, en las manos que el periódico portaba como
quien lleva la luz para mirarse.
Diez
años más que Benito, parecían veinte, o más, pero... si se miraba
detenidamente, no; el hombre tendría treinta y pocos, la mujer lo miraba
intensamente.
Benito
se percató de tal mirada y le dijo:¿lo conoces? “sí” fue su respuesta y un leve
palpitar llenó su pecho.
Oh la cafetería, cuánto lleva entre sus múltiples
contenidos.
“Salí con él un poco tiempo”
Benito
se sonrojó con la levedad de un suspiro, “con ese pelijas”, con ese gafotas
llenos de humo del tabaco. No podía creerlo.
Algo
de turbulencia le lleno la boca y un sentido tonto le hizo imaginar a su novia,
--a su mujer—a su mujer abrazada a ese hombre para él incoloro, sucio,
despreciable, casi mendigo de la calle.
La
mujer no paraba de mirar al distraído hombre que leía la prensa.
“Nos
vamos” oyó Benito que le decía la delicada voz de la mujer levantándose del
asiento. ¡Vámonos!
Benito
se sentía incómodo. Los ojos del hombre se levantaron de la mesa y de las
letras de la prensa y se quedaron mirando a la hermosa mujer con descaro. ¡Tú!,
fue su exclamación al reconocerla. Tú, ¿tú aquí? He izó los ojos posándolos en
los de ella.
“Hola, ¿cómo estás? La voz de la mujer gemía mientras
en sus pómulos un arrebol nacía. Benito contemplaba los rostros, los del peludo
y los de su novia.
Se
besaron en la mejilla.
Benito
quedó a la espalda, un poco rezagado, fue sólo un momento pero en el olvido, su
mujer, su novia, su hembra, atravesaba los ojos del hombre desaliñado que
fumaba y bebía café en la lujosa cafetería de su barrio.
En
ese segundo los ojos de Benito no podían seguir a su mente, su mente, celosa,
imaginaba cosas absurdas, negaciones concretas, y sobre todo, su corazón
saltaba.
¡Ah!,
perdona cariño, os presento, el profesor y científico Innatovoxs Suvotia,
compañero de facultad. Mi prometido. Se dieron la mano, la sudorosa y casi
oliente del gafotas apretó una mano fría, temblorosa y limpia.
Algo
de hipnosis se concentró en los tres, alguien estorbaba para que la palabra se
sintiese llena de lucidez y de sinceridad. Nos vamos Innatovoxs, ¿nos vemos
luego? La afirmación fue clara: Sí, amiga. Benito sudaba.
El
coche rojo como objeto secundario pero con notoriedad, salió a la calzada con
dos cuerpos hermosos en silencio, pero en uno de ellos algo había cambiado ¿el
corazón o la mente? En el otro, un recuerdo de actos y un estremecimiento
emocional libaban la incontrolada alteración de los instintos, de los deseos,
de la ruda concepción del animal en celo y, el coche, velozmente, anunciaba
prosperidad y opulencia, pero solamente era una cosa mecánica, un objeto de
deseo, como el deseo a la mujer cuando el sabor de boca de Benito masticaba
veneno entre sus dientes limpios, entre sus labios hermosos para la carne entre
la carne.
Benito
se sentía ante una metamorfosis inconcebible, ante un inicio inesperado. Y
dentro de aquel coche lleno de poder y de belleza, el silencio hizo eco de un
pensamiento donde el gafotas indujo el recelo de uno y el recuerdo de otra.
La
vida es solo un juego donde se gana y se pierde algo de lo que no se juega.
¿Puedes decirme de qué conoces a ese hombre?
Fue mi compañero por un tiempo.
¡Tu amante!
Compañero…
Pero amante.
Sí.
Y… me lo dices así, indiferente y fría.
Para qué engañarte.
Benito
creía que se le estaba perdiendo esa propiedad privada de la que presumía, ese
concierto con su conciencia en el que afirmaba mediante sus definiciones que la
mujer era solamente suya. ¡Suya! Solamente suya. Y empezó a jugar con el
futuro. Y frenó el coche, y besó a la novia con sequedad primitiva, sin pasión
y con la cabeza llena de apreciaciones inconclusas.
¿Qué has encontrado en él que yo no tenga?
Dime…
Benito
miró a la mujer y sintió celos. Calurosamente pidió a la mujer volver al
principio, a la cafetería.
¿Estabas enamorado de él?
Sí.
¿Tiene dinero?
Nada, absolutamente nada.
Y…
Es otro tema.
En
los canjilones contradictorios de la mente hay muchos baches con los que salvar
los tropezones que contradicen. Solamente eso. Baches.
Mientras
el cielo destellaba tormentas las luces de los atardeceres no vieron por unos días
el coche rojo de Benito pasear por la caleta. Las aguas de un mar embravecido
daban su espuma y las gaviotas como grajos saltaban sobre las aristas de las
piedras del muro de contención donde la playa dormía.
El
hombre de las gafas se dejaba ver por la lujosa cafetería y tomaba café
mientras deambulaban sus ojos sobre la puerta de entrada.
La
luz que iluminaba el mostrador era hermosa pero triste.
La
muchacha joven que limpiaba las mesas no se veía por medio, y los camareros
comulgaban con su silencio al trajín de las máquinas tragaperras que con un
sonsonete negro daba cobijo al ludópata.
En
una esquina un televisor clamaba en sus anuncios y ofertaba un coche rojo como
el de Benito.
Era
la hora del telediario.
La
hora de las miradas.
La
hora de salir al espacio esa rotunda propiedad de Benito.
Pero
salió un hombre.
Las
noticias de las dos treinta de la tarde sonaron a lápida y defunciones.
El
gafotas oía las noticias mientras se orinaba en los pantalones.
Benito,
en un lugar lejano no veía a su juguete.
La
vida es un juego dentro de una propiedad privada. El campo, un sitio donde se
puede esparcir un cuerpo. Los sentidos de un animal que destruye, el eje de un
concepto donde una especie se llama humana.
Y
las conjugaciones, ese retrato robot en el que la sociedad del macho hace de su
fuerza a veces con la inconformidad de la mente, que los telediarios sean una
cosa de hombres, una cosa de hombres supliendo a las mujeres que han
desaparecido..
ANTONIO CHECA LECHUGA
Dénia,
Alicante, España, 22-11 – de un año de sueños.