FIRMA INVITADA: "YO SÉ QUIEN SOY", por SALVADOR PERÁN MESA


El presente año 2015 celebramos el IV Centenario de la publicación de la Segunda Parte del Quijote

 

 

YO SÉ QUIEN SOY


 

            Uno de los grandes destellos de Cervantes fue intuir que la lucidez consiste en saber lo que se finge ser. No se trata de vivir ensoñado como propone Calderón, sino de interpretar el personaje que habita en uno. Rescatar la imaginación infantil que procesa el juego, sin otro objetivo que aumentar los grados de libertad que condicionan la vida. Con esa tolerancia se puede uno arropar y justificar en cada momento para armonizar con su suerte. Por eso está bien escogido el paisaje plano de la Mancha donde nunca pasa nada; más o menos lo que sucede en el horizonte de cada uno. Fingiendo se vive, aceptando la realidad se muere.

            En el espectáculo de su vida, cada uno representa ser un personaje: lo que pasa es que algunos, como DQ, saben quienes son y qué es lo que fingen ser y otros, como Sancho, no se enteran de si son escuderos, labradores o gobernadores de ínsulas baratarias. Entre quien interpreta ser caballero andante y quien cree que es gobernador, se mide la distancia que va de la ironía a la sátira. El ingenio estriba en reconocer primero y aceptar después el papel que te ha tocado jugar o el que has querido representar. La inteligencia epicúrea que despliega DQ simula coincidir lo que se es con lo que se representa. Propone aceptar, a sabiendas de que estás fingiendo, las reglas de un juego en el que se puede apostar con manga ancha al guardar en el magín la carta de los encantadores. Lo que uno hace, lo que uno ejerce no es lo que uno es. La profesión no es el ser como la vestimenta no es la piel. Si uno se despoja de los atributos que lo identifican queda desnudo con lo que es. Algunos saben en qué consiste eso, aunque la mayoría lo ignora. A pesar de lo que los otros dicen que soy, tengo la obligación de saber quien soy.

En la percepción del placer no existe la objetividad y, puede, que ni siquiera la racionalidad. Es posible que los aficionados a algo disfruten más, en el ejercicio de esa actividad, que los profesionales que viven de ese algo; aunque la eficiencia de cada uno diste mucho de correlacionar con el bienestar. Bastaría comparar la satisfacción que demuestran (o demostraban) los chavales de barrio jugando con una pelota de trapo, con el sufrimiento de jugadores de equipos punteros cuando se veían obligados a visitar campos embarrados ante públicos hostiles y frente a contrincantes agresivos que no tenían miramiento y que incluso mostraban abierta saña con las figuras que ganaban fortunas con lo que ellos malvivían. En literatura puede que pase lo mismo entre los que filosofan por amor al arte y los forzados a alumbrar. Las rigideces académicas, las condiciones que impone el trabajo por encargo o la obligación de someterse a los imperativos de la norma, pueden restar encanto al ejercicio de comentar; cosa que no ocurre cuando se realiza por gusto, sin necesidad de justificaciones y sin esperar reconocimiento.

La diferencia más significativa que hay entre deportistas aficionados y profesionales, cualquiera que sea la disciplina que se practique, es la velocidad. Los profesionales compiten a velocidades inalcanzables para los aficionados, de manera que, cuanto más tiempo dura la prueba más distancia separa a unos de otros. Con los trasuntos intelectuales sucede lo mismo: el experto vuela mientras el amateur camina. Claro, que quien hace camino placentero se puede detener a apreciar detalles menores, en los que nunca se interesará el erudito. En mi condición de diletante que equivale a atrevido, me presto a ejecutar un regateo literario fácil que, estoy seguro, parecerá un dislate al menos hábil de los profesores. Pero como de lo que pienso hablar es del Quijote, la osadía no debería ser un impedimento.

Para el propósito de esta historia puede interesar empezar al estilo del prólogo de la Segunda Parte, recordando un famoso caso que quizás aconteció a las puertas del Hospital de los Inocentes. Resulta que, estando un interno asomado a la reja de una ventana que daba a la calle, vino a ver cómo, un coche que circulaba a no poca velocidad perdía una rueda a causa de habérsele soltado las cuatro tuercas con las que se acopla la llanta al disco del soporte. Detenido el auto, bajó un conductor alterado que se puso a buscar las tuercas por donde, desde luego, no estaban, sin lograr encontrar ninguna. Retrocedía un tramo, se daba a los diablos, avanzaba otro, ejecutaba rondas y se desesperaba ante la mirada impasible del paciente observador de la ventana. Después de un rato de trabajo infructuoso se sentó en un banco que había delante del hospital con más ganas de llorar que de otra cosa, sin determinarse si abandonar el coche o quedarse en espera de acontecimientos. Tan ensimismado estaba que no se percibió, al principio, de que el interno se dirigía a él con gestos para que se acercara. Con grandísimas precauciones le preguntó que qué quería y el enrejado le dijo:

- Puede usted quitar una tuerca de las cuatro que tienen cada una de las tres ruedas y ajustar con ellas la que se le ha salido. Así podrá llegar a un taller donde, por seguridad más que otra cosa, le coloquen las que le faltan, aunque no es muy urgente porque con tres tuercas en cada rueda el coche irá bien.

            El conductor estuvo pensativo un rato mirando el título del establecimiento y al hombre que le había dado tan inteligente consejo, hasta que comprendió que el recluido tenía razón, por lo que hizo lo que le aconsejaba. Concluido lo cual y tras rascarse la cabeza, le dijo:

- Creo que usted no debería estar ahí dentro.

- Tenga en cuenta, le contestó el otro, que yo no estoy aquí por tonto, sino por loco.

            Don Quijote también sabía de lo que iba por la vida y tampoco le faltaba lucidez para conocer hasta donde debía llegar su locura si quería ganar fama (que es para lo primero y principal que salió al mundo), brumado como estaba por el aburrimiento y la vulgaridad del lugar (que bien podría ser la España de Felipe II) y por los muchos años que tenía sin que se le reconocieran méritos por los que ser recordado.

            La distancia que hay entre Cervantes y Shakespeare es la que había entre España e Inglaterra. En su camino hacia el Toboso, nada más iniciar la tercera salida, caballero y escudero platican acerca de la preeminencia de la santidad sobre la caballerosidad, estando ambos de acuerdo en la superioridad del cielo sobre la tierra. La necesidad de justificar, cada dos por tres, el cristianismo y el sometimiento a la autoridad espiritual es algo que no preocupa a Shakespeare. Los ingleses daban por sentado que lo importante es lo que ocurre en la Tierra, esté o no el cielo en el ajo. De ahí que les interesara más piratear el oro de las carabelas españolas que presumir de alcurnia como el noble español que debía su hacienda al Rey y su alma a Dios. No sé hasta qué punto en España se mantiene la interpretación emotiva de la realidad, dejándose llevar por la pasión en lugar de por la razón. Me da la impresión de que aquí se sigue fingiendo lo que se debe ser en lugar de aceptar lo que se es o representar lo que se quiere ser, como vino a enseñar Don Quijote.

            Cuando Sancho engaña a DQ con la falsa Dulcinea, al caballero se le trastocan los esquemas. Es una situación parecida a la escena de una amenaza de suicidio en la que el alienista, en lugar de rogar al paciente que se serene, le insta a arrojarse. ¿No quería su merced Dulcinea?, pues aquí se la traigo, ande tírese si es capaz. Por eso DQ contesta: “Mira no me engañes, ni quieras con falsas alegrías alegrar mis verdaderas tristezas”. No me quiebres el verdadero juego. Dulcinea, como mi amor por ella, es imaginativa. Si aparece se rompe el encanto. Yo apunto a tirarme con el único objetivo de que me convenzas de que no lo haga. Malditas las ganas que tengo de estamparme, solo pretendo figurar lo que soy, si aparece Dulcinea habrá que poner a prueba la virtualidad de su belleza y de su superioridad y entonces veremos lo que pasa. No me hagas ser Quijada a plena luz del día y a dos pasos de mi casa, cuando quiero seguir siendo Quijote. Menos mal que Cervantes le abre una escotilla por donde escapar del naufragio.

            Creo que en esta ocasión, y antes de morir Quijada que no Don Quijote, son los momentos cruciales en los que indaga la verdad de la declaración que hizo cuando su paisano Pero Alonso lo recogió maltrecho de la paliza que le dio el criado de los mercaderes. El compromiso de saberse quien es (saber quién quiere ser), declarado ante un vecino del que sale y entra fingiendose Valdovinos, parece darle fuerzas para desafiar lo inédito. Pero, porque Sancho está en el juego (sabe quien es él, quien es Sancho y a la vez ambos se saben), le preocupa, en primera apuesta, que el simple descubra la realidad de Dulcinea. Y, al final de su dudosa vida, en el último envite rodeado de sus paisanos que saben quien es (lo saben todo), es cuando decide redimirse de aquel yo se quien soy y acepta que en los nidos de antaño no quedan huevos hogaño.

 

SALVADOR PERÁN MESA

Médico jubilado