EN LA MUERTE DE GAETANO CHIAPPINI, por ANTONIO CHECA LECHUGA


Todos los pueblos tienen algo de PROFUNDO. En este caso, en Baeza la nombrada, la poesía y la literatura en sí. Conocí a Gaetano Chiappini en Baeza sobre 1998 en la amistad, literariamente, así como si el alma se derramase en el restaurante que yo regentaba con mi familia, y que me permitía atender con deleite a algunas personas de mi clientela, entre las que se encontraron Gaetano Chiappini, Rafael Alberti, Nuria Esper, Antonio Gala, Ángel González, García Montero, José Saramago, Antonio Chicharro, José Hierro, el inigualable metrista en el verso Antonio Carvajal, el tuno de Manuel Urbano y el bebé José Cabrera Martos, entre otros. Tuve todas las universidades a mi alcance sin salir de mi casa, y de cada una hice acopio humano de ese derroche de sabiduría en la que la vida me ofreció su grandeza a través de ellos.

Pero, con Gaetano, el profundo conocedor de don Antonio Machado, tuve la suerte de compartir mesa durante varios días. Un día con Abdón López y el resto del curso impartido en la Universidad Internacional de Andalucía, sede Antonio Machado y, en solitario, comimos las delicias culinarias preparadas por una mujer, a la que amé desde lo más profundo y fui correspondido, También ya in memoriam como Gaetano.

La correspondencia entre nosotros fue copiosa, así como el teléfono nos unió en la amistad, nunca escrito por mi parte por creer que las cosas personales deben guardarse en el sitio al que han sido enviadas, al alma de cada uno. Y con el alma, siento la pérdida de ese hombre que nos reveló la inigualable humanidad de don Antonio, el sentido ético de su vida y la grandiosidad de su pensamiento, así como la sensibilidad social para construir un poema que dijese lo no dicho y nos ofreciese en su literatura lo indeleble en el tiempo para saber que dentro de la palabra escrita hay un cúmulo de mensajes donde el hombre guarda y ofrece lo esencial en el ser humano: la solidaridad.

En una de sus cartas me decía que yo era “El mesonero del verso”, no sé si no se atrevió a decir del poema, o que en el verso veía mi obra empezando a cuajarse para emular a mi manera lo aprendido de todos, de los comensales en mi casa, y de los libros que por cualquier estantería, aparecían durmiendo a la espera de sacarles el jugo de la palabra, de su palabra, que como dice el gran don Emilio Lledó, en su Silencio de la Escritura, espera como decía Bécquer, con su arpa y de sus notas, la mano que quiera arrancarla.

Era un devorador de la palabra mientras comíamos. Su acento italiano casi perdido, empezaba a aparecer con el gracejo de esa fusión andaluza y manchega que tenemos en Baeza, de donde, enamorado, alguna noche nos adentramos por los extramuros de la muralla y la catedral hasta que el lucero del alba se perdía entre los tejados y aparecía por Úbeda un destello luminoso llamado el amanecer. Hoy, ese destello lo observará en la tiniebla de la ignorancia, con este humilde recuerdo de un aprendiz de poeta que convivió con él y compartió el poema. Los poemas, las prosas y el pensamiento filosófico de ese hombre que convivió con nosotros de 1912 a 1919, dejándonos un rastro como para que personas como el profesor Gaetano Chiappini nos ofreciese su conocimiento, agarrado a la amistad de su palabra sabia y su talante universal. Dios lo tenga en su gloria.

Los que compartimos diariamente la belleza de un pueblo como el nuestro, no nos dejamos llevar por algunos de su visitantes, en la fuente de Santa María, me enseñó Torrente Ballester, con su palabra, que Lorca había cantado las acacias de aquel lugar con la sensibilidad delicada de quien ve tras las piedras del pasado, y quien palpa el futuro con ojos de profeta; otros, me enseñaron tanto como para saborear el olor del pan en las panaderías cuando caminábamos varios amigos por el barrio viejo de la bella Baeza, o cuando el brujo del poema me recitaba el poema “De siete de Espadas”, contestándole yo con “El Cinco de Oros”; las voces de Carlos Villareal, contando las sílabas, nos entretenían; el grupo reía al mismo tiempo que sus palabras enseñaban la forma de “Componer un poema”. No hacían falta cursos académicos. Lo importante era contar con el corazón las motivaciones por las que caminábamos los amigos de la palabra.

Vayan pues estas anotaciones en memoria de Gaetano Chiappini, de su sabiduría, de nuestra amistad perdida por la muerte, pues llegado el día del último viaje, qué menos que decir que mi aprendizaje estuvo resguardado por hombres como él, pero, sobre todo, por la pasión de la palabra escrita en la que el hombre tiene que compartir la belleza de la tierra.

                                       Antonio Checa Lechuga
                                       Baeza, ocho de Septiembre de 2014.