UN POEMA DE FEDERICO GARCÍA LORCA


Recuerdo que en el curso que dirigí con el título de "Antonio Machado: pasado y presente de un poeta ejemplar", celebrado del 21 al 25 de abril de 1997, en Baeza, en la Universidad Internacional de Andalucía, Sede "Antonio Machado", el profesor Antonio Gallego Morell llevó un ejemplar de las Poesías completas de Antonio Machado, en su edición de 1917, donde se contenía un poema manuscrito de Federico García Lorca escrito a raíz de la lectura de dicho libro que, para mayor detalle, le había prestado al joven Federico su amigo Antonio Gallego Burín, padre del profesor Gallego Morell. Todos, alumnos y profesores del curso, pudimos tener en nuestras manos ese libro y pudimos leer el poema escrito, por cierto, a lápiz en un ya desvaído color violeta.
            Ese poema, del que dio primera noticia Gallego Morell en un artículo de 1944 aparecido en el número 16 de La Estafeta Literaria, con el título “Cuando Federico leyó a Machado…” y que ha sido considerado por Eutimio Martín como el primer manifiesto poético de Lorca, fue escrito en 1918, el mismo año en que el joven Lorca publica su primer libro Impresiones y paisajes y poco tiempo después de haber conocido en persona a Antonio Machado en Baeza en uno de los viajes de alumnos de la Universidad de Granada dirigidos por Domínguez Berrueta.
            Aunque poco tiempo después Federico García Lorca revisaría el texto para darle una forma definitiva, tal como ha estudiado Eutimio Martín, ofrezco la versión primera, la que tuvimos en nuestras manos en aquel curso de 1997. 

ANTONIO CHICHARRO


[A LAS POESIAS COMPLETAS DE ANTONIO MACHADO]
Dejaría en este libro
toda mi alma.
Este libro que ha visto
conmigo los paisajes
y vivido horas santas.
¡Qué pena de los libros
que nos llenan las manos
de rosas y de estrellas
y lentamente pasan!
¡Qué tristeza tan honda
es mirar los retablos
de dolores y penas
que un corazón levanta!
Ver pasar los espectros
de vidas que se borran,
ver al hombre desnudo
en Pegaso sin alas,
ver la vida y la muerte,
la síntesis del mundo,
que en espacios profundos
se miran y se abrazan.
Un libro de poesías
es el otoño muerto:
los versos son las hojas
negras en tierras blancas,
y la voz que los lee
es el soplo del viento
que les hunde en los pechos
-entrañables distancias-.
El poeta es un árbol
con frutos de tristeza
y con hojas marchitas
de llorar lo que ama.
El poeta es el médium
de la Naturaleza
que explica su grandeza
por medio de palabras.
El poeta comprende
todo lo incomprensible,
y a cosas que se odian,
él, amigas las llama.
Sabe que los senderos
son todos imposibles,
y por eso de noche
va por ellos en calma.
En los libros de versos,
entre rosas de sangre,
van pasando las tristes
y eternas caravanas
que hicieron al poeta
cuando llora en las tardes,
rodeado y ceñido
por sus propios fantasmas.
Poesía es amargura,
miel celeste que mana
de un panal invisible
que fabrican las almas.
Poesía es lo imposible
hecho posible. Arpa
que tiene en vez de cuerdas
corazones y llamas.
Poesía es la vida
que cruzamos con ansia
esperando al que lleva
sin rumbo nuestra barca.
Libros dulces de versos
son los astros que pasan
por el silencio mudo
al reino de la Nada,
escribiendo en el cielo
sus estrofas de plata.
¡Oh, qué penas tan hondas
y nunca remediadas,
las voces dolorosas
que los poetas cantan!
Dejaría en el libro
este toda mi alma...