LA POESÍA DEL ARTE EN ANTONIO CARVAJAL: ANÁLISIS DE “FERVOR DE LAS RUINAS (SAN FRANCISCO. BAEZA)






Todas las cosas están dormidas en un tenue sopor... se diría que por las calles tristes y silenciosas pasan sombras antiguas que lloraran cuando la noche media... Por todas partes ruinas color sangre, arcos convertidos en brazos que quisieran besarse, columnas truncadas cubiertas de amarillo y yedra, cabezas esfumadas entre la tierra húmeda, escudos que se borran entre verdinegruras, cruces mohosas que hablan de muerte...
Federico García Lorca[1]


Poesía y arte en Antonio Carvajal: Justificación y aspectos generales

Voy a centrar mi intervención en el presente seminario sobre literatura y arte programado por el Aula de Literatura Comparada de la Universidad de Jaén, a la que le agradezco vivamente su invitación a participar en el mismo, ocupándome del análisis de un texto poético de uno de los poetas actuales que, por múltiples razones cuyo tratamiento adecuado alargaría en extremo mi intervención, viene manteniendo una estrecha relación con el arte en sus más diversas manifestaciones, tales como la pintura, la escultura, la arquitectura, la música, la fotografía, etc., relación que ha fecundado extraordinariamente su poesía hasta el punto de convertirla en una de las concreciones actuales más importantes para conocer dicha relación. Me refiero a Antonio Carvajal.
Por esta vez, nos dejaremos de explicaciones generales y pondremos toda nuestra atención en ver cómo arte y poesía se relacionan estrecha e integradoramente hasta el punto de fraguarse en unos poemas que van más allá de la ékfrasis en tanto que procedimiento descriptivo que trata de lograr una representación del objeto artístico en poesía, en nuestro caso, esto es, unos poemas que no obedecen a un deseo de referencialidad inmediata con respecto a una determinada realidad artística exterior, dejando de ser mera duplicidad verbal o simples textos que tratan de intervenir sobre el lector haciéndoles creer que ven lo descrito en los mismos. Podemos afirmar que, en el caso de la poesía de Antonio Carvajal, la relación que mantiene con las artes es una relación de integración más que de diferencia, una relación de indudable complejidad para la que resulta insuficiente una explicación sólo paralelística o una explicación sólo contenidista, sin que tampoco resulten despreciables, que traten, respectivamente, de mantener la identidad de cada una de las artes en relación o se limiten a tratar de la realidad artística exterior como un elemento de contenido del poema. Así pues, se produce en una sustancial parte de la obra poética de Carvajal una suerte de hibridación de las artes con obvios resultados verbales, lo que explica que en mi antología de su poesía, Una perdida estrella (Carvajal, 1999), me viera obligado a crear una sección titulada “De las artes” para alojar en ella una selecta gavilla de poemas que hablan -no se olvide- desde el marco de su autorreferencialidad de cuadros, esculturas, iglesias, piezas musicales o fotografías de rosas amanecidas sobre blanco pañal cuando no de espacios arquitectónicos como el de la Alhambra, de lo que me he ocupado particularmente en “De la espacialidad poética de la colina roja. Aproximación a La presencia lejana, de Antonio Carvajal” (Chicharro, 2000).
Pues bien, en uno de los apartados del estudio que puse al frente de la antología justificaba dicha sección creada para ofrecer al lector unos cuantos poemas representativos a este respecto (pp. 62-64) con las siguientes palabras que, por su interés para este trabajo, reproduzco en su integridad: “La sección temática dedicada a ofrecer una selección de sus poemas de abierto asunto artístico incluye textos dedicados a las bellas artes de la música, tales como "Serenata y navaja [Mozart y Salieri]", que presta su título al libro al que pertenece [Serenata y navaja, 1973], y "Oda a la música"[de Sol que se alude, 1983], poema que dedica al compositor y organista granadino Juan Alfonso García; de la escultura, con los poemas "Imagen fija [Ante mi retrato de barro, hecho por Bernardo Olmedo]" [de Serenata y navaja, 1973], "Dafnis" [de De un capricho celeste, 1983] y "Un clamor sobre el tiempo"[de Raso milena y perla, 1996], dedicado a Carmelo Trenado; de la pintura, con "Castillo interior (Fantasía alhambrista)" [de Poemas de Granada, 1990], poema en prosa escrito a partir de una exposición pictórica de Julio Juste, "Hoy estás ante mí dándome aquello" [de Raso milena y perla, 1996] que dedica al pintor Pérez Pineda y "Dos instantes de Velázquez" [de Raso milena y perla, 1996], respectivamente, sobre los cuadros "Vistas de la Villa Medicis" y "Las meninas"; de la arquitectura como arte bella colectiva, con los hermosos poemas "Piedra viva (Amanecer en Úbeda)" [de Serenata y navaja, 1973], que toma como referente la capilla renacentista del Salvador de Úbeda, "Año nuevo"[de Siesta en el mirador, 1979], escrito a raíz de una visita a la iglesia de San Juan de los Reyes de Toledo, y "Fervor de las ruinas (S. Francisco. Baeza)" [de Silvestra de sextinas, 1992], espléndido poema sobre una de las mejores obras renacentistas de Vandelvira, del que el poeta ha dejado escrito lo siguiente: "En esta compleja y dura oda(...), no quise huir del tono reflexivo y moral con que Rodrigo Caro sentó las bases estéticas de la contemplación de las ruinas, máxime cuando mi agnosticismo me lleva a considerar que la obra material del hombre se convierte en imagen de los cambios del espíritu y de su definitiva aniquilación" (Carvajal, 1994: 9). He incluido también en la misma el poema "Hacia las cumbres iba" [de Testimonio de invierno, 1990]por suponer, en su autonomía artística, el reconocimiento de un espacio general de belleza de contornos efímeros, cuya aprehensión cabe al poeta cristalizándola en su discurso artístico. Así pues, en este poema de La presencia lejana, el sujeto poético asciende a la colina de la Alhambra renovando su contacto con dicho insólito espacio artístico. Los versos endecasílabos y heptasílabos dan idea, a decir del poeta, de andadura más quebrada, de marcha irregular ascendente para encontrarse una vez más con ese espacio de la memoria donde aprende que la belleza efímera "es de toda verdad fuente y espejo". Pero, efectuada esta presentación global de esta parte de la antología, quiero efectuar algunas consideraciones generales sobre el sentido de la misma, sin entrar en consideraciones particulares acerca de los poemas. La primera consideración o advertencia al lector consiste en señalarle que estos poemas, al igual que otros de las distintas secciones de la antología, no apuntan a ser bella y emocionada ilustración verbal de determinada obra artística o monumento, etc. Estos y otros poemas no constituyen meros artefactos verbales ornamentales, esto es, no son un modo de duplicidad verbal de una exterior realidad artística determinada. Más bien son resultado creador de una radical comprensión estética del mundo de las artes y del establecimiento de un diálogo con él al tiempo que invención de una nueva realidad: la poética. Así pues, estos poemas, aunque admitan para su mejor comprensión interna el punto de partida que supone el conocimiento del inmediato referente artístico, acaban sustituyendo sígnico-simbólicamente al dicho espacio referencial para constituirse en una suerte, por decirlo así, de representación autónoma del mismo. En este sentido, Antonio Carvajal se sitúa frente a determinadas obras artísticas o general bella arte para nombrarlas poéticamente, lo que supone, como bien explica Rafael Núñez (1992, passim), crearlas e individualizarlas. Por eso, los poemas, aunque puedan utilizarse instrumentalmente en lineal función referencial, no se agotan con este uso, pues constituyen un espacio verbal simbólico, una de las variadas formas de lo real. Así pues, siguiendo las reflexiones teóricas de Núñez, podemos decir que los enunciados poéticos de los textos seleccionados "invocan cosas y situaciones, pero no representan estados de cosas existentes en el mundo; tienen sentido pero no referencia" (Núñez, 1992: 49). En consecuencia, la espléndida serie de poemas objeto de nuestra atención es resultado no de "ver" -"captar la información que acude a nuestra área de percepción según las circunstancias", según Núñez (1992: 56)-, sino de "mirar", lo que implica la selección de los datos del entorno en razón de la curiosidad, y de "observar", lo que supone extraer información manteniendo la mirada atenta (Núñez, ibidem). Dicha información así obtenida no implica correspondencia entre su representación semántica y la realidad efectiva, por lo que el poeta cuando invoca las cosas del mundo lo hace no para declarar su existencia, sino, siguiendo a Rafael Núñez (ibidem), "para absorber el ánimo todo del perceptor, que debe verse atraído por el mundo inventado y sentirse implicado en su desarrollo", lo que puede lograrse al sentir una relación fuerte entre el poema y la realidad conocida. Por esta razón, podemos hablar de la poesía como un discurso ficticio. Por esta razón, podemos pensar que los poemas de esta sección más que mostrar una realidad exterior, revelan su propia realidad verbal, por lo que las cosas invocadas adquieren presencia en el propio significante, lo que constituye el modo como la poesía muestra el mundo (Núñez, 1992: 62)”.
Como vengo señalando, el arte está presente en la obra de Carvajal desde su primer libro, Casi una fantasía, escrito en 1963 y publicado en 1975, al que el poeta le imprime un desarrollo musical -el título recuerda a las sonatas Opus 27 de Beethoven, Sonata quasi una fantasia-, con su Preludio, Tema, Adagio, Scherzo y Allegro, pasando por Tigres en el jardín, de 1968, en el que sobresalen las dos primeras partes, “Retablo con imágenes de arcángeles” y “Naturaleza ofrecida”, Serenata y navaja, de 1973, con protagonismo de las diferentes artes en su primera mitad, etc., hasta sus últimos libros y plaquettes, entre los que sobresalen Raso milena y perla, de 1995, que es un continuado acto de invocación a la pintura al reunir el poeta numerosos textos poéticos que en su origen se albergaron al calor de las imágenes de catálogos de exposiciones o se pusieron junto a unas serigrafías o junto a otras piezas gráficas, alcanzando ahora una unidad superior bajo ese hermoso título de ecos albertianos; Alma región luciente, de 1997, que incluye poemas como “Dos cúpulas: Granada”, “Instrucciones para estar como una rosa”, “Patio cerrado” y “Hospital en silencio”, entre otros, de claro interés para nuestro propósito; Columbario de estío, de 1999, que recupera poemas sueltos como “Castillo interior”, “Imagen de la luz”, “A Francisco Fernández” y “Evoca el cuadro de Murillo en que se representa la visita del niño a San Antonio de Padua”, entre otros; y De Flandes las campañas, publicado en el año 2000, en el que sobresalen poemas de inspiración pictórica y muy especialmente musical, tales como los agrupados en la segunda sección titulada “Momentos musicales”. Pero efectuada esta aproximación global a tan importante aspecto de la poesía carvajaliana, es hora de centrar mi exposición en el análisis del poema antes mencionado.

Las Ruinas de San Francisco y el poema “Fervor de las Ruinas (S. Francisco. Baeza)”

No voy a insistir más por la vía de la aclaración previa -trataré de demostrarlo en el análisis concreto que sigue- en la importancia y valor autónomo que adquiere la poesía del arte de Antonio Carvajal y, en particular, el poema objeto de nuestro interés, “Fervor de las Ruinas (S. Francisco. Baeza)”[2]. No obstante, el lector debe conocer algunas informaciones mínimas relativas al espacio arquitectónico religioso, hoy en cuidada e intervenida ruina[3], que le sirve de referente al poeta, tal como se deduce abiertamente del mismo subtítulo del poema. Pues bien, lo que le llama la atención especialmente a Carvajal no es la zona conventual de dicho monumento, sino la Capilla Mayor, capilla funeraria, cuya inmensa cúpula fue en efecto la que se vino al suelo por diversas causas, naturales (movimiento sísmico) e históricas (mal uso de las tropas francesas), a comienzos del siglo XIX, constituyendo esta parte monumental la que presenta un inequívoco aspecto ruinoso dentro del conjunto arquitectónico, de la que nos han llegado algunos grabados de la época donde se observan restos importantes del altar mayor hoy inexistentes.
Pues bien, el convento de San Francisco constituye en su conjunto un excelente ejemplo del renacimiento andaluz al tiempo que una de las más importantes obras de Andrés de Vandelvira. José Luis Chicharro ha dejado escrito de la Capilla Mayor objeto de nuestro interés lo siguiente en su cuidada guía Baeza. Notas para una visita: “Merece la pena destacar en la cabecera -afirma- la Capilla de D. Diego Valencia de Benavides. La encargó en 1538 a Andrés de Vandelvira y éste concibió para el ámbito funerario un epacio cuadrangular cubierto a gran altura por una inmensa cúpula vaída que debió desplomarse a principios del siglo XIX. Ya fue restaurada por Antonio Bayo en 1664. De aquella capilla queda un retablo pétreo lateral con columnas corintias estilizadas, esculturas y las capillas inferiores del altar mayor. La iconografía es alusiva al fundador -escudo sostenido por tenantes- y a la muerte y resurrección: figuras durmientes, representación de la resurrección de Cristo, martirios de santos, etc.” (José Luis Chicharro, 1998: cap. 4, h. 13).
En cuanto al poema, sólo cabe decir que forma parte de un muy cuidado libro del poeta, Silvestra de sextinas, aparecido en 1992 en una colección restringida de Ediciones Hiperión, nutrido por nueve sextinas distribuidas en grupos de tres a su vez en tres partes que toman su nombre, “Prosas”, “Canon” y “Formas”, de la liturgia de la misa. Nuestro poema es el tercero de la parte central del libro. Cada texto cuenta con una ilustración original de conocidos pintores como -cito por orden de inclusión- Carmelo Trenado que ilustra el poema “Lectura del paisaje”, Jesús Conde ilustra “Secuencia del sentido”, Paco Baños lo hace sobre “Relación con la aurora”; Pedro Garciarias, Pablo Orellana y Jesús Martínez Labrador ilustran, respectivamente, “Jardín de los poetas”, “Cernuda en los infiernos” y el poema objeto de nuestro interés; finalmente, Juan Carlos Lazuén, Antonio Pérez Pineda y María Teresa Martín-Vivaldi lo hacen sobre los poemas de la tercera parte: “Forma de las horas”, “Alcores claros” y “Una vida de poeta”. Por lo que respecta a la ilustración de Martínez Labrador, la que más nos interesa por ser elemento artístico que viene a funcionar paratextualmente actuando en la medida que le pueda corresponder sobre la recepción lectora, ilustración reproducida como todas las demás en blanco y negro, representa en su parte inferior a una figura humana de torso desnudo y expresión doliente cuyas levantadas manos sostienen un cincel y una maza, es decir, el pintor parece representar la figura de uno de los obreros o canteros que han dado forma a la cúpula, elemento arquitectónico que a su vez ocupa con honda perspectiva la parte superior de la ilustración y que parece situarse amenazadoramente sobre dicha figura. Todo ello en tonos muy oscuros y con trazos realistas.
Este poema, aparte de haber sido incluido posteriormente en otros libros y antologías del autor, conoció una segunda edición ese mismo año de 1992 en el seno de una carpeta que, bajo el título de Baeza para mirar, recogía también poemas de Ángel González y Antonio Checa y una serie de espléndidas fotografías de Francisco Fernández, poemas y fotografías de referente baezano. Las fotografías constituyen a la vez unos elementos textuales y paratextuales de gran interés por cuanto el artista ofrece cuatro imágenes de la Capilla Mayor, ya efectuada la restauración, con una doble y contradictoria función por cuanto éstas no ocultan su propio valor de imagen fotográfica artística al tiempo que poseen una dimensión pragmática y, a su manera, argumentativa al acompañar un poema como el que nos interesa. De ahí que Francisco Fernández ofrezca parcial o totalmente en todas las fotografías la imagen del vacío de la cúpula significada por los cruzados dobles arcos paralelos de acero, lo que viene a actuar sobre el lector previa o posteriormente a su acto de lectura del poema, pues no sólo se aprecia en la primera imagen, por ejemplo, la belleza de los tenantes que sostienen el escudo de la familia de los Benavides, sino el cielo como único techo de ese retablo lateral de piedra. De igual manera, juega especularmente con la imagen reflejada de los arcos de acero y de las columnas de hormigón visto añadidas en la restauración en la gran cristalera que separa la nave de la iglesia conventual de su Capilla Mayor, donde se aprecia el contradictorio resultado de la intervención y sobre todo la ausencia de los muros y de la cúpula, esto es, donde se aprecia el vacío, lo que logra de manera impresionante y directa mediante una nueva fotografía tomada de los arcos de acero desde abajo y subraya con una doble imagen fotográfica, reproducida a dos páginas, de la parte moderna añadida a las Ruinas de San Francisco, parte que viene a asegurar tanto los elementos que quedan del edificio religioso en ruinas como a dar una idea de la inmensa altura de la cúpula hoy inexistente.
En relación con las variantes textuales del poema, puedo afirmar que en la segunda edición a que me refiero la única variante no menor existente con respecto a la primera edición del texto afecta al título del poema que pasa a llamarse “Fulgor de las ruinas (S. Francisco. Baeza)”, abandonando en esta ocasión únicamente el título “Fervor de las ruinas (S. Francisco. Baeza)”, que lo mantiene para el resto de las ediciones del poema y yo mismo lo he respetado a la hora de incluir el poema en la antología Una perdida estrella. Aunque el poeta se ha cuidado mucho de buscar una palabra que guardara el paralelismo silábico y fónico con la sustituida, lo cierto es que ha introducido un matiz significativo que los lectores no deben ignorar, pues no debe olvidarse que ningún cambio carece de intencionalidad y, en el caso de producirse en un título, como es el nuestro, dicha variante alcanza un especial valor por la densidad significativa que posee todo título. Pues bien, si fervor significa, según el DRAE, “celo ardiente y afectuoso hacia las cosas de piedad y religión”, fulgor significa “resplandor y brillantez con luz propia”. Así pues, en el caso del primer título, mediante el recurso de la personificación, son las ruinas las que muestran un celo ardiente hacia la divinidad. En el título variado, son las ruinas las que resplandecen por sí mismas. El matiz, como se deduce, no es pequeño. Ahora bien, se comprende el cambio si lo ponemos a la luz de una publicación como Baeza para mirar en la que la realidad referencial alcanza un protagonismo ya desde el título. De todos modos, como veremos en el apartado siguiente, todo edificio religioso levantado hacia el cielo por los hombres guarda una contradicción al pretender cumplir con él una función instrumental de diálogo/proyección hacia la divinidad y al mostrarse como una conquista humana de la belleza él mismo: fervor y fulgor de las ruinas.
Tras estas aclaraciones y comentarios preparatorios de nuestro análisis, doy paso a la transcripción del poema:

FERVOR DE LAS RUINAS
(S. Francisco. Baeza)

CURVO, como los cielos, fuera el techo
a Dios alzado, pues cobijo quiere
rotundo ser de Dios en breve forma:
Ligera como el curso de los astros
o su fingida curva, así la piedra
sublime por esfuerzo de los hombres.
Buscó también la gloria de los hombres
refugio cierto bajo el mismo techo;
su ceniza albergada por la piedra
durar al menos como piedra quiere:
trompas lleven el nombre hasta los astros
de quien a tanto afán trazara forma.
Mas poco dura toda humana forma
aunque a Dios aplacar busquen los hombres
con la oración que alzaron a los astros,
con la canción que resonó en el techo;
grave la piedra, tiende al suelo, y quiere
sustento ser el suelo de la piedra.
La dorada, tallada y fácil piedra
hecha soporte y fruto de una forma
que, hija del arte, su belleza quiere
para lección y gozo de los hombres,
no puede alzarse a los felices astros
ni perenne sustento ser del techo.
Y canta Dios por el azul que el techo
llegó a negar con su esforzada piedra,
entre coros de arcángeles y astros,
más allá de cualquier concreta forma,
y alguien sospecha que ese Dios no quiere
escuchar las plegarias de los hombres:
Así aprendieron soledad los hombres,
roto el sacro cobijo de aquel techo
donde un ave fugaz su curso quiere
trazar como una burla hacia la piedra,
fugitiva también como otra forma
que ha de extinguirse con los propios astros.
Como los mismos astros y los hombres
que intentan forma nueva dar al techo,
y aún sustento se quiere al cielo en piedra.

Elementos de análisis e interpretación del poema

El poema constituye una compleja forma artística que el poeta construye a partir de la contemplación, evocación o recuerdo de las Ruinas de San Francisco de Baeza, tal como venimos viendo y subraya el subtítulo del mismo. Nuestro primer acercamiento al texto no tiene otra función que procurarnos una inicial comprensión del mismo en su lógica interna.
En la primera estrofa, aparece un elemento central del poema sin nombrar explícitamente, la cúpula, mediante la comparación que el poeta establece entre el curvo techo y los curvos cielos, señalando su función de cobijar a Dios, así como planteando su origen de obra humana colectiva. En la segunda, el poeta señala una nueva función que le cabe cumplir a esta construcción religiosa: la de guardar los restos mortales de quien promovió tal obra al menos tanto tiempo como dure la piedra, buscando en ello su gloria humana y su perpetuación. En la siguiente estrofa, la tercera, el poeta da cuenta de la destrucción de esa obra al tiempo que plantea la limitada proyección de las oraciones y canciones dirigidas al cielo por los hombres, por lo que el suelo acoge de nuevo a la piedra. El poeta vierte en la cuarta estrofa unas consideraciones sobre el arte y su función cognoscitiva y placentera -para lección y gozo de los hombres-, señalando que la obra artística en piedra no puede cumplir su trascendental función mediadora con la divinidad ni permanecer perennemente. A continuación, en la quinta, la voz poética deduce que el azul o cielo previamente ocultado por la cúpula es el medio por el que se muestra un Dios informe que no quiere escuchar las plegarias de los hombres. El poema concluye con la estrofa sexta y un remate de tres versos, planteando la humana lección aprendida a partir de esa ruina: la lección de la soledad de los hombres bajo ese hueco cruzado por un ave fugaz. En los tres versos finales, el poeta alude al nuevo intento de levantar la obra para sustentar al cielo en la piedra.
Tras esta primera aproximación al texto, un simple rodeo para hallar una comprensión del mismo en su lógica interna, podemos ir deduciendo que el poema no trata de hacer ver al lector mediante palabras una realidad arquitectónica exterior, la de las Ruinas de San Francisco, sino que más bien este espacio artístico en ruinas le provoca una suerte de meditación poética sobre la sed de trascendencia y el afán de durar de los hombres, imaginando en las dos primeras estrofas la visión de una artística cúpula hoy inexistente levantada para gloria de Dios y de los hombres para, en la siguiente, detenerse en la visión de la ruina, dando entrada a continuación a sucesivas y graves reflexiones poéticas sobre el arte, sus límites y función, sobre la inanidad celeste, concluyendo con una estrofa de tonos elegiacos. Este poema, a la vista está, no es descripción de una realidad exterior, sino que da cauce en efecto a ese tono reflexivo y moral, según leíamos anteriormente en las propias palabras del poeta (Carvajal, 1994: 9), con que Rodrigo Caro sentó las bases estéticas de la contemplación de las ruinas.
Pero dicho esto, no podemos dejar por más tiempo efectuar una aproximación al texto desde una perspectiva que se ocupe de su disposición formal, pues los resultados de este análisis nos pueden proporcionar algunos elementos claves para la interpretación del mismo. Pues bien, si recordamos el libro en que inicialmente apareció el poema, Silvestra de sextinas, comprenderemos que en efecto el poema obedece por voluntad de su autor a la estructura tipo de una sextina, antigua y dificultosa composición fija que il miglior fabbro, según Dante, el poeta provenzal Arnaut Daniel, creara. Antonio Carvajal, que posee una concepción de la métrica como métrica expresiva[4], ha escogido previamente esta forma métrica por su conveniencia y por su necesidad expresiva. No es un acto arbitrario ni gratuito, sino la consecuencia de una voluntad de significación, ya que las formas de organización textual acaban semantizándose. En este sentido, además, ha hecho exhibición de esta forma escogida al llevarla al título de su libro, la vía de entrada a un conjunto de nueve sextinas que muestran en su caso su destreza creadora, pues sobre la base de una organización del poema tan reglada y escasamente flexible -seis estrofas de seis versos endecasílabos más un remate de tres, debiendo repetir cada estrofa en un orden distinto la misma palabra final de los versos de las otras estrofas, si bien comenzando cada estrofa con la misma palabra final que la del verso sexto de la anterior, e incluyendo estas seis palabras-rima en el remate de tres versos- el poeta lejos de caer en la artificiosidad acaba construyendo un poema cuya estructura no sólo no distrae hacia sí misma al lector sino que intensifica su lectura. En este sentido, “Fervor de las Ruinas (S. Francisco. Baeza)” sale airoso a la hora de utilizar las palabras techo, quiere, forma, astros, piedra y hombres, sin caer en repeticiones de ideas, etc.[5], aunque, eso sí, el poeta se vea impelido al repetido uso del hipérbaton en la mayoría de las estrofas. En cuanto a la distribución acentual, el lector se habrá percatado de que domina la acentuación sobre sílaba par, al igual que son llanas todas las palabras-rima, lo que hace recaer el acento final de cada verso en la penúltima sílaba. No obstante, no conviene perder de vista que en la estrofa quinta, la que plantea las dudas sobre la existencia de Dios, se observan variantes rítmicas con respecto a las estrofas restantes, lo que tampoco es gratuito en un poeta que trata de mezclar sentimiento e inteligencia creadores y para quien un poema no sólo es lo que dice sino la manera de decirlo. En este sentido, podemos afirmar que la sextina deja de ser un molde o patrón métrico superpuesto para convertirse en un preciso y coyuntural modo de creación que exige de la mayor habilidad y oficio poéticos para producir un resultado creador que no sólo no haga desaparecer la autenticidad, sino que la vaya conformando hasta levantar la altura de estos treinta y nueve versos que como una suerte de cúpula verbal es resultado de la inteligencia, del sentimiento y de la verdad del poeta, al tiempo que vivificación de un modelo de la tradición poética. De esta manera, creo, se semantiza esta autoimpuesta organización textual.
El análisis de otros aspectos de la organización del texto no hace sino subrayar rasgos de esa eficacia creadora. Sobresale el continuado empleo de símiles en la primera y sexta estrofas, algunos tropos especialmente llamativos en la segunda (su ceniza albergada por la piedra / durar al menos como piedra quiere). además de personificaciones, paralelismos, etc. en todo el poema. En todo caso, el poeta pone especial cuidado en la adjetivación. Así, sólo en la primera estrofa nos encontramos seis adjetivos, curvo, rotundo, breve, ligera, fingida, sublime, de contundente eficacia significativa al unirse, respectivamente, a los sustantivos techo, cobijo, forma, piedra, curva y al entrar en relación entre sí (cobijo rotundo/breve forma y cobijo rotundo/ligera piedra, fingida curva/piedra sublime, etc.), sin olvidar el primer verso de la cuarta estrofa donde tres precisos adjetivos se acumulan al sustantivo piedra, La dorada, tallada y fácil piedra, calificando y revaluando significativamente dicho sustantivo que al ser usado en las anteriores y posteriores estrofas-no se olvide que es una palabra-rima- alcanza una densidad semántica clave para todo el poema, pues la piedra no sólo es la materia de que está hecha la capilla funeraria sino que es la condición material de la divinidad, así como de la belleza, lo que explica que el poeta le atribuya cualidades animadas y la adjetive de sublime o se refiera a la misma como hija del arte, esto es, soporte y fruto de una forma. Pero, además, si tenemos en cuenta este cálculo creador de nuestro poeta, no debe ser gratuito tampoco el empleo del plural y del singular en el caso del sustantivo cielo, presente en el primer y último verso del poema. Recordemos los versos: Curvo, como los cielos, fuera el techo y y aún sustento se quiere al cielo en piedra. Pues bien, podemos pensar en este sentido que un poeta de cultura católica, a pesar de su agnosticismo, no desconoce la oración del Padre Nuestro, en la que se usa este sustantivo en plural: Padre Nuestro que estás en los cielos..., es decir, el poeta podría emplear este sustantivo en su significación religiosa [6]y para denotar una realidad física como la atmósfera o aparente esfera azul que rodea la tierra. En el caso del último verso, al emplear esta palabra en singular, está restringiendo la significación tal vez al elemento físico. Podría seguirse desmontando alguna de las piezas verbales del poema, pero no se trata de agotar el análisis sino de efectuar algunas muestras significativas de lo que es una cuidada factura para lograr una eficacia poética, interesándonos ahora sobre todo allegar algunas explicaciones de los elementos simbólicos del poema que, como las ruinas, el cielo y la cúpula, tiran inevitablemente de una cadena de significaciones que tiene su origen en los albores de nuestra cultura.
Pues bien, las ruinas significan vida muerta, la mutilación de algo que todavía existe, aunque desprovisto de utilidad y función en orden a la existencia presente, lo que supone una destruida realidad saturada de pasado (Cirlot, 1991: 394). Por otra parte, el cielo es continente y contenido, pues desde los orígenes de nuestra cultura ha sido considerado como el espacio de la divinidad. No se olvide que ya en Mesopotamia se identificaba a Dios con los cuerpos celestes, que para los griegos el cielo fue personificado en el dios Urano y que las tres importantes religiones monoteístas del Mediterráneo, la judía, la cristiana y la musulmana, hicieron del cielo la residencia de Dios. El diálogo de los hombres con la divinidad celeste y su proyección y mirada al cielo se ha materializado de muchas maneras a lo largo de la historia, alcanzando gran significación las construcciones elevadas que, en forma de zigurat, torre, alminar o templo con cúpula, etc., han tratado de unir simbólicamente lo bajo con lo alto, la tierra con el cielo, a los hombres con sus dioses. Por eso, una torre o cúpula en ruinas denota sobre todo un vacío, la ruptura de la unión material de la tierra y del cielo, la separación física de lo que une al mundo visible con el invisible.
Teniendo en cuenta lo dicho, el poema “Fervor de las Ruinas (S. Francisco. Baeza)” puede alcanzar una básica interpretación que confirme de hecho la autonomía significativa con respecto al referente, pues si bien la contemplación de las Ruinas de San Francisco está en el arranque del poema, éste va más allá de constituirse en ilustración verbal de ese concreto espacio arquitectónico para, con el amparo, por vía de su negación, de esa red simbólica de larga vida histórica, significar la radical inanidad celeste y, en consecuencia, la soledad de los hombres y su sed de trascendencia y duración. En este sentido, el poeta ve a los hombres mutilados de la divinidad, ruinas ellos mismos en este sentido, que guardan todavía un celo ardiente o fervor en la certeza de su estado carencial -recuérdense los versos treinta y uno y treinta y dos-, lo que explica -no se olvide el remate del poema- que intenten dar nueva forma al techo. A partir de aquí, podría afirmarse que el mismo poema como tal artefacto estético viene a cumplir una función reparadora y a saciar en su medida la sed de trascendencia y el afán de durar del poeta y en su caso del lector, al tiempo que cumple una función de conocimiento que, como obra de arte, también le es propia. El poema se levanta así del suelo de la realidad inmediata para crear a su modo un signo estético de gran densidad significativa y proyección reflexiva, además, sobre el arte y sus funciones, sobre la arquitectura como arte bella colectiva, etc. El poema viene a funcionar como una suerte de cúpula verbal de treinta y nueve versos de altura de humana factura para lección y gozo de sus lectores. Pero también funciona de alguna manera para significar no la nostalgia de lo que ha sido y se muestra en ruinas, sino para significar sobre todo la nostalgia del cielo negado. Esto explica que el tono elegiaco presente en alguna estrofa del poema se deba a que se cante no una capilla funeraria en ruinas, sino lo que los hombres han perdido, la certeza de Dios una vez caída al suelo la cúpula y roto el sacro cobijo de aquel techo.

ANTONIO CHICHARRO

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
CARVAJAL, Antonio, Tigres en el jardín, Madrid-Barcelona, Ciencia Nueva, 1968, col. El Bardo.
CARVAJAL, Antonio, Serenata y navaja, Barcelona, Saturno, 1973, col. El Bardo.
CARVAJAL, Antonio, Casi una fantasía, Granada, Universidad de Granada, 1975, col. Silene.
CARVAJAL, Antonio, Siesta en el mirador, San Sebastián-Bilbao, Ediciones Vascas, 1979, col. Ancia.
CARVAJAL, Antonio, Sol que se alude, en Extravagante jerarquía (1968-1981), Epílogo de Ignacio Prat, Madrid, Hiperión, 1983, pp. 231-260.
CARVAJAL, Antonio, De un capricho celeste, Notas de Carlos Villarreal, Madrid, Hiperión, 1988.
CARVAJAL, Antonio, Testimonio de invierno, Madrid, Hiperión, 1990.
CARVAJAL, Antonio, Poemas de Granada, Granada, Ayuntamiento de Granada, 1991.
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CARVAJAL, Antonio, Ciudades de provincia, Jaén, Diputación Provincial, 1994.
CARVAJAL, Antonio, Raso milena y perla, Valladolid, Fundación Jorge Guillén, 1995.
CARVAJAL, Antonio, Alma región luciente, Prólogo de José Antonio Muñoz Rojas y viñetas de María Teresa Martín-Vivaldi, Madrid, Hiperión, 1997.
CARVAJAL, Antonio, Una perdida estrella, Selección, edición y estudio previo de Antonio Chicharro, Madrid, Hiperión, 1999.
CARVAJAL, Antonio, Columbario de estío, Granada, Diputación Provincial, 1999.
CARVAJAL, Antonio, De Flandes las campañas, Palma de Mallorca, Universidad de las islas Baleares, 2000, col. Poesía de Paper.
CARVAJAL, Antonio et alii, Baeza para mirar, Baeza, Ayuntamiento de Baeza, 1992 [incluye poemas de Antonio Carvajal, Ángel González, Antonio Checa y fotografías de Francisco Fernández].
CHICHARRO, Antonio, “De la espacialidad poética de la Colina Roja: Aproximación a La presencia lejana, de Antonio Carvajal”, en CHICHARRO, Antonio y PULIDO TIRADO, Genara (eds.), Espacios literarios y espacios artísticos. Actas del VII Simposio Internacional de la Asociación Andaluza de Semiótica [CD-Rom], Jaén , Universidad de Jaén, 2000.
CHICHARRO, José Luis, Baeza. Notas para una visita, Baeza, Universidad Internacional de Andalucía, 1998.
CIRLOT, Juan-Eduardo, Diccionario de símbolos, Barcelona, Labor, 1991.
NÚÑEZ, Rafael, La poesía, Madrid, Síntesis, 1992.

[1]“Ciudad perdida (Baeza)”, Impresiones y paisajes, Granada, Imprenta y Tipografía Paulino Ventura, 1918, p.127. Toda vez que utilizamos una cita lorquiana para encabezar el presente trabajo sobre la poesía de Antonio Carvajal, no olvide el lector el artículo de éste sobre el juvenil libro lorquiano: “García Lorca, una relectura: Impresiones y paisajes”, Andalucía Libre, núm. 38, Sevilla, julio de 1981, pp. 32-34.
[2]Seguramente el lector habrá recordado al leer el título del poema el libro de poemas Fervor de Buenos Aires que Borges publicó en 1923. La verdad es que, a pesar de tal coincidencia, tanto el poema como el temprano poemario borgesiano no tienen mucho que ver en su parentesco. El tono reflexivo y moral que adopta el poeta Antonio Carvajal frente a las Ruinas de San Francisco para plantear la radical soledad del hombre frente a la divinidad no tiene que ver con el tratamiento de los enigmas del tiempo y de la identidad y la evocación nostálgica de lugares bonaerenses.
[3]Hace unos años se procedió a la restauración y obras de mantenimiento de este conjunto arquitectónico con un proyecto intervencionista muy controvertido que ha dado como resultado la recuperación de toda la iglesia conventual, excepto la Capilla Mayor, esto es, un crucero y una corta nave con coro, para cumplir las funciones de auditorio. Esta parte posee menos interés que la citada capilla al haber sido construida posteriormente a la misma en un estilo menos ornamental que recuerda el herreriano. En cuanto a la capilla funeraria, la restauración se ha hecho con idea de recordar la estructura básica de lo que entonces hubo, reforzando lo que queda, así como para dar idea de la altitud de la cúpula. Para ello, se han levantado tres columnas en hormigón visto en la confluencia de lo que debió ser el Altar Mayor con el retablo de la epístola, completando así la estructura sobre la que arrancan unos arcos paralelos cruzados en hierro que permiten observar la gran altura de la Capilla Mayor, si bien tales arcos son signo de una ausencia, pues la cúpula no se ha reconstruido lógicamente. Téngase en cuenta al respecto lo que Antonio Carvajal escribe en el remate de tres versos de la sextina objeto de nuestro análisis al referirse a la nueva forma que los hombres intentan dar al techo, un techo a la postre inexistente.
[4]Puede verse en este sentido su trabajo De métrica expresiva frente a métrica mecánica (Ensayo de aplicación de las teorías de Miguel Agustín Príncipe), Granada, Universidad de Granada, Departamento de Lingüística General y Teoría de la Literatura, 1995, en donde expone a propósito de su estudio sobre las teorías métricas de Miguel Agustín Príncipe el cuerpo básico de su concepción de la métrica, con algunas aportaciones originales, cuyo conocimiento puede servirle al lector de manera preciosa para aproximarse a la poesía carvajaliana. Pueden verse además las páginas que dedico en mi estudio previo de Una perdida estrella, en el apartado titulado “De re metrica carvajaliana”, a estas cuestiones no menores en ningún caso y aún menos en el del poeta Antonio Carvajal.
[5]La distribución de las palabras finales-techo A, quiere B, forma C, astros D, piedra E y hombres F- es la siguiente:
1 2 3 4 5 6
A F C E A F
B A F C E A
C E D B D B
D B A F C E
E D B D B C
F C E A F D
[6]Cirlot afirma en su Diccionario de símbolos que la división del cielo en cielos tiene lugar desde la Antigüedad, debido a una característica de la lógica primitiva que necesita asignar un espacio separado a cada cuerpo celeste o grupo determinado de cuerpos, presintiendo las leyes de la gravitación, del campo gravitatorio y de la teoría de los conjuntos, que expone la esencial relación de lo cualitativo (discontinuo) y lo cuantitativo (continuo) (Cirlot, 1991:128).
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Estudio de Antonio Chicharro publicado originalmente en PULIDO TIRADO, Genara (ed.), Literatura y Arte, Jaén, Universidad de Jaén, 2001, pp. 43-62. ISBN: 84-8439-099-3. D. L.: J- 397.2001. Reimpreso en CHICHARRO, Antonio, La aguja del navegante (Crítica y Literatura del Sur), Jaén, Instituto de Estudios Giennenses de la Diputación Provincial de Jaén, 2002, pp.177-194.
Fotografías de Francisco Fernández