FIRMA INVITADA: MIGUEL ÁNGEL GARCÍA

























NOTA DE PRESENTACIÓN


Miguel Ángel García, nacido en Baeza, es Profesor Titular de Literatura Española de la Universidad de Granada desde el año 2003. Se doctoró en 1997 con una tesis sobre la poesía de Vicente Aleixandre. Durante su formación postdoctoral realizó una estancia de investigación en el Centre d’Études et de Recherches Sociocritiques (CERS, Universidad Paul Valéry, Montpellier) bajo la dirección de Edmond Cros. En la actualidad forma parte de un equipo de investigación (Plan Nacional I+D) que trabaja sobre el compromiso poético (siglos XVIII-XX), y de otro grupo (Proyectos de Excelencia, Junta de Andalucía) que tiene proyectada la edición y el estudio de una biblioteca de textos y autores de Granada. Asimismo imparte un curso de doctorado en el Programa, con Mención de Calidad, “El 27 desde hoy en la Literatura Española e Hispanoamericana” (Universidad de Granada). Sus investigaciones se centran en la literatura contemporánea. En lo que se refiere al 27, ha publicado artículos sobre Aleixandre, Lorca, Alberti o Cernuda. En la actualidad prepara una nueva lectura crítica de la poesía de Francisco de Aldana. Sus trabajos han aparecido en revistas como Ínsula, Revue Romane, Imprévue, Turia, Sociocriticism, Quimera o Campo de Agramante. Forma parte del consejo de redacción de la revista de poesía Paraíso. Ha publicado numerosos libros y artículos. Entre los primeros sobresalen Vicente Aleixandre, la poesía y la historia, Granada, Comares, 2001 (Premio Internacional Gerardo Diego de Investigación Literaria); El Veintisiete en vanguardia. Hacia una lectura histórica de las poéticas moderna y contemporánea, Valencia, Pre-Textos, 2001; La poética de lo invisible en Juan Ramón Jiménez, Granada, Diputación de Granada, 2002; Un fantasma recorre la crítica. Desde dónde se leyó la poética aleixandrina 1950-1998, Granada, ICILE, 2003.


“TODA CASTILLA A MI RINCÓN ME LLEGA”.
EL ELOGIO DE ANTONIO MACHADO A AZORÍN DESDE BAEZA
Y LA DEFINICIÓN DE LA IDENTIDAD NACIONAL

Habrá que referirse otra vez, necesariamente, al estado de la cuestión. Haciendo la historia del debate historiográfico sobre el Modernismo y el Noventayocho, pero no tanto historizándolo, Jordi Gracia ha cuestionado el último optimismo teórico en la comprensión de la crisis finisecular. A pesar de que la “operación de acoso y derribo” del “supuesto enfrentista” ya tiene varios años a sus espaldas, resulta notoria, a su juicio, la impermeabilidad hacia los nuevos supuestos críticos. Más allá, sin embargo, de estas perplejidades, sus dudas están cargadas de razón. Parece discutible que la imposición sobre el segundo término del primero (en el sentido anglosajón de Modernismo, esto es, en relación dialéctica de la modernidad) tenga que llevar a desterrar por completo una acuñación clásica, la de Noventayocho, “cuando quiere designar sólo un episodio de estrategia y poder literario” (Gracia 1998: 161). Por aquí se comienza a historizar, en efecto. Hacia ello apunta también Mainer cuando liga el marbete de “generación del 98” a la cuestión del canon: a fin de cuentas, lo que buscaba Azorín en 1913 era insertar a un conjunto de escritores en la línea política de preocupación por España que venía de tiempo atrás, legitimar esa “progenie intelectual” liberal/krausita y convertirla en paradigma, cancelando de paso “las feroces calificaciones que se le habían formulado por su maurismo en las muy recientes rebatiñas de 1909-1910” (Mainer 1998: 8).
Nos encontramos lejos de la rigidez de los requisitos de Petersen, conviene precisarlo, cuando Azorín afirma que “nada puede considerarse como primero”, que todo se halla engendrado por una “vigorosa concausalidad”. La protesta del 98 no hubiera sido posible sin la labor crítica de la “generación anterior” (Azorín 1999: 985). Más aún: “La generación de 1898, en suma, no ha hecho sino continuar el movimiento ideológico de la generación anterior” (pág. 1000). De modo que Azorín nos da un dato clave para historizar (y no tanto historiar) al Noventayocho a partir de su ideología, fuese lo que fuese eso de Noventayocho y signifique lo que signifique hoy por hoy seguir empleando, aunque no desde luego a ciegas y con ingenuidad historiográfica, esta resistente categoría crítica. Es decir, al margen de su ascenso histórico y más que reclamada caída actual en los estudios literarios del fin de siglo. Para bien o para mal, aunque esta última sea la postura en la que se viene insistiendo obstinadamente, el Noventayocho forma parte de la historia de nuestra historia de la literatura.
Mitología nacional y “generaciones”

Volvamos a los caminos de la historicidad de las ideologías. En lo que Ortega pensó como prólogo para el proyecto originario de sus Meditaciones (o “salvaciones”) se refiere al pasado como tema estético de Azorín. El pasado es uno de los “terribles morbos nacionales”. El reaccionarismo español no se caracteriza “por su desamor a la modernidad sino por la manera de tratar el pasado” (Ortega y Gasset 1988: 68). En este punto concentra Ortega, como veremos, sus diferencias con Azorín, que no son sino un capítulo de su quiebra con la ideología del Noventayocho, un concepto puesto precisamente por él en circulación. La salvación dedicada a Baroja no es menos explícita: hacia 1890 hace crisis el “alma nacional”, un grupo de españoles duda de la “mitología nacional” instituida (pág. 134). Los del 98 fueron algo así como una irrupción de “Hércules bárbaros”, pero de bárbaros interiores, que no vinieron de fuera: “Vinieron del centro mismo de la mitología nacional” (pág. 139). Eran enemigos de lo que entonces se llamaba España, del “integrum de la mitología peninsular”. Ortega añade que fue muy exacto el nombre de modernistas que el vulgo les dio. Y es un detalle que pasan normalmente por alto los atribulados revisores de la contraposición Noventayocho/Modernismo, demasiado propensos a anatematizar por absolutamente dañina la “invención” del primer término.
De atender al proceso histórico de las ideologías modernas y contemporáneas en España, y no sólo literarias, sin embargo concluiremos que existe por debajo una invención de mayor calado, que viene de atrás y seguirá hacia delante, en la que participan a su manera el Noventayocho (sólo como rótulo desustancializado para entendernos) y el propio Ortega. Nos referimos a lo que Fox ha llamado la “invención de España”. Es decir, a toda una corriente de “nacionalismo liberal” que intenta fundar para legitimarse ideológicamente una mitología nacional, una “identidad nacional” a través de la cultura. Entre las contribuciones decisivas a la definición de esa cultura e identidad nacionales al servicio de una ideología liberal se hallan el pensamiento krausista; los textos regeneracionistas de Costa, Altamira y otros; las ideas de Unamuno sobre la intrahistoria, el quijotismo y el sentimiento trágico de la vida; la interpretación de Azorín sobre la literatura o la sociedad y la geografía españolas; los estudios sobre la épica de Menéndez Pidal y los de la Escuela de Filología fundada por él; la “manera española de ver las cosas” que hilvana los ensayos de Ortega; o la poesía de Antonio Machado, sobre todo Campos de Castilla (Fox 1997: 13). A la historiografía liberal y nacionalista le va a incumbir la forja de una identidad nacional de origen castellanófilo, extrayéndola del presunto reflejo del “espíritu del pueblo” en la lengua, la literatura y el arte a lo largo de la Historia. Dado que la literatura se considera también imprescindible para conocer el espíritu nacional, a la invención de España corresponderá una paralela “invención de la literatura española” (Mainer 2000: 182-190) por parte de esa misma historiografía liberal encabezada por Menéndez Pidal (Fox 1997: 99).
No existe sin más, ahora bien, un continuum de planteamientos ideológicos entre esas contribuciones a la construcción de una “identidad colectiva nacional”, como parece deducirse de la enumeración de Fox. Es necesario historizarlas, más de lo que hace Fox, a través de la lucha ideológica y las distintas posiciones que genera, y no ya simplemente a través del supuesto relevo generacional (de la España o la mitología nacional de los krausistas, a la de los regeneracionistas y los del Noventayocho, y de aquí a la de Ortega o la “generación de 1914”). No siempre estamos hablando de lo mismo bajo la generosa capa de ese “nacionalismo liberal”. Podríamos decir, a modo de planteamiento sumario, que la España de Ortega se edifica contra la España del Noventayocho y gravitando inicialmente hacia la “joven literatura” o lo que conocemos como Veintisiete, porque aún entonces sigue resultando decisiva la “construcción de una cultura nacional” (Rodríguez 2002).
Por lo que se refiere al lugar de Machado en esta invención de la identidad nacional, conviene tener presente desde el inicio que la suya es una posición muy específicamente dialéctica entre la ideología pequeñoburguesa en crisis del Noventayocho (Unamuno y Azorín) y la ideología liberal burguesa, reformista y prerrepublicana de Ortega (García 1999). Hablando de su trayectoria del institucionismo al populismo, Mainer (1977: 166) destaca cómo Machado asistió en los años de la guerra al hundimiento final que arrastró “el mito nacional-liberal que había presidido su camino”. Todo ese “radicalismo populista” ulterior es indisociable, al fin y al cabo, del inconsciente ideológico laico, pequeñoburgués y populista fraguado al calor del krausismo y la Institución (Rodríguez 1994). Pero detengámonos en ese diálogo con Unamuno y Azorín, por una parte, y con Ortega, por otra. En líneas generales, y sólo por entrar muy de soslayo en este otro fastidioso debate historiográfico, recordaremos que la crítica suele hablar de cómo Machado llegaría tarde al noventayochismo (Granjel 1977), con Campos de Castilla (1912), para inmediatamente “superarlo” (Tuñón de Lara 1975; Predmore 2000). Aun así no se debe pasar por alto lo que en carta de 1912 Machado le hace saber a Ortega: que esa generación a la que se refiere Azorín ha destruido poco, ha protestado poco, que el “odio a los viejos” se ha extinguido muy pronto: “¿Qué una nueva generación optimista y constructora se acerca? Así sea. De todos modos nos agradecerán lo poco que derribamos y nos censurarán acerbamente por lo mucho malo que dejamos en pie” (Machado 1989: 1509).
No de otro modo el Machado de los años decisivos de Baeza va a situarse en la coyuntura histórica en que se produce la sustitución de una mitología nacional (la inicialmente destructora, pero luego atascada, del Noventayocho) por otra (la constructora de Ortega). En carta posterior, también de 1912, le señala a Ortega que los dos son “de la misma generación, pero de promociones distintas”. Y añade: “Lo que pasa es que yo tengo mucha estimación por aquella en la que hemos de incluir al mismo Azorín por quien siento muy sincera admiración” (pág. 1515). No sólo por Azorín, también por Unamuno, como de sobra es sabido. La famosa reseña machadiana del juanramoniano Arias tristes, de 1904, ya alerta mediante la autocrítica de la poética modernista sobre la oportunidad de “soñar con los ojos abiertos en la vida activa, en la vida militante”, lejos de la contemplación de uno mismo (Machado 1989: 1470). Por esa fecha una carta a Unamuno insiste en las mismas ideas, con palabras muy semejantes. Unamuno ha roto a golpes de maza “la espesa costra de nuestra vanidad, de nuestra somnolencia”: “Y hoy digo: es verdad, hay que soñar despierto” (pág. 1474). La lectura de Vida de Don Quijote y Sancho, de 1905, presenta al “donquijotesco” Unamuno moviendo guerra en el mundo intelectual. Machado sanciona positivamente la defensa de la locura quijotesca que lleva a cabo Unamuno: “¿Necesita maestros de cordura esta tierra de vividores, de fríos y discretos bellacones? Locos necesitamos, que siembran para no cosechar” (pág. 1480). Al ocuparse del Unamuno que “sabe de quijoterías” a la vez aclara que la juventud forma un frente común. Tan sólo hay una diferencia de procedimiento entre la “juventud más lírica” y los gestos de protesta, lo cual recalca otra vez lo inconsistente y estéril de la oposición posterior entre modernistas y noventayochistas: “Hay quien señala la tristeza en su propia alma y quien la arroja como un castigo a la cabeza del vecino. Ambas cosas están bien, y nacen de una misma fuente” (pág. 1481).
La “Biografía” de 1913 es ilustrativa asimismo de toda una posición ideológica: “La conciencia es anterior al alfabeto y al pan. Admiro a Costa, pero mi maestro es Unamuno” (pág. 1525). Más tarde, en carta de 1921, Machado habla a Unamuno de la labor política negativa de los reformistas, que han matado la “emoción republicana” del pueblo y han saboteado la “revolución inexcusable” (pág. 1621). Unamuno es en 1924 la personalidad egregia por la que “se salva España del desprecio de Europa” (pág. 1307), el “único hombre de España” (pág. 1316); y aún en 1930 la “figura más alta de la actual política española”, el iniciador de la “fecunda guerra civil de los espíritus” de la cual ha de surgir acaso una España nueva (pág. 1771). Todos son datos suficientemente conocidos, sin duda, pero lo que importa es hacer notar que en esa lucha ideológica a la que alude Machado, el ejemplo y la presencia de Unamuno (Albornoz 1967) se conjugan dialécticamente en la búsqueda de esa nueva España con los de Ortega, que por su parte ha comenzado a mover guerra contra el quijotismo unamuniano.
La “lealtad” del profesor rural a Unamuno (“Poema de un día”) se mezcla con la admiración y la misión que encomienda al joven “maestro” Ortega: “V. pertenece a esta misma generación; pero más joven, más maduro, más fuerte; tiene la misión de enseñar a los que nos sucedan en sólidas y altas disciplinas. No dude V. de su influencia sobre los que vienen ni tampoco de la retrospectiva sobre los que quedamos algo atrás” (pág. 1510). En su lectura de las Meditaciones del Quijote, de 1915, Machado pasa por alto que Ortega las ha escrito en buena parte contra la unamuniana Vida de Don Quijote y Sancho, si bien repara en que Ortega, a diferencia de Unamuno, no pretende darnos su Quijote, quijotismo del personaje sino quijotismo del libro o de Cervantes (págs. 1569-1572). Nada más contrario a la visión de Ortega que esa defensa de la locura de don Quijote que hemos visto a Machado aplaudir. Con todo, señala que el problema que preocupa al joven maestro es el problema de conocer para “construir”: “Una preocupación arquitectónica es, a mi entender, la característica de Ortega Gasset” (pág. 1561). Ya en 1912 había acogido favorablemente el reclamo de Ortega: “Menos impresión, me dice V., y más construcción” (pág. 1508). Todavía en otra carta de ese mismo año dice compartir con Ortega la idea de que la patria es lo que se tiene que hacer. Es algo que ha planteado el filósofo a propósito, justamente, de Azorín. También la poesía es algo que se debe hacer, y para eso le muestra a Ortega los términos en que según él se plantea el “problema poético” en estos momentos en que “nos proponemos crear la patria”. El séptimo punto tiene que ver mucho con la imagen de España y la identidad nacional que se forja Machado mediante la poesía: “Que no es el poeta un jaleador de la patria, sino un revelador de ella”. Nuestra lírica no ha de salir de los clásicos –y ésta es una diferencia clave con la identidad nacional que construye Azorín, como veremos–, pero sí de nuestra tierra. No será él, añade Machado, quien resuelva el problema poético: “Ese poema lo harán los constructores, los que, como V., piensan que la patria hay que hacerla” (pág. 1514).

La revolución desde todas partes
Machado detecta desde muy pronto, así pues, la clave constructora en que descansa el programa ideológico de Ortega. El análisis de la situación nacional que le hace al joven maestro aún está cerca de la indignación demoledora del noventayochismo, aunque a la vez abierto al diálogo con las nuevas posiciones: “la vida española me parece criminal, un estado de iniquidad sin nobleza, sin grandeza, sin dignidad. He aquí lo que yo siento sinceramente; si este sentimiento puede construir algo…” (pág. 1509). Más abajo, en esta misma carta de 1912, se aferra al ruralismo del 98 y por supuesto a la noción de pueblo. Dice sentirse más en contacto con la realidad española viviendo la “vida trágica del campo y del villorrio”. El problema de “nuestra generación”, arguye a Ortega, se planteará en términos más precisos cuando los intelectuales decidan ser “folk-loristas” y “desciendan a estudiar la vida campesina” (pág. 1510). En su mencionada “Biografía” Machado reconoce cómo se funden en él el amor a España y la idea completamente negativa que se hace de ella: “Todo lo español me encanta y me indigna al mismo tiempo” (pág. 1524). El combate con la Iglesia católica es prioritario, así como proclamar el “derecho del pueblo a la conciencia”.
Otro texto de 1913, “Sobre pedagogía”, insiste en las mismas ideas: parte del estudio de la vida española cae dentro del dominio del folklore, de “un tratado de psicología campesina” (pág. 1526). De suerte que Machado aún se halla cerca del regeneracionismo que, como en el caso de Altamira (Fox 1997: 62-64), investiga la psicología nacional, la esencia colectiva del pueblo español. El análisis no puede ser más concreto; los “elementos dominantes” que empujan a España a un porvenir “más o menos catastrófico” son rurales o campesinos: “Estos elementos son la política y la Iglesia o, por decirlo claramente, los caciques y los curas” (pág. 1527). Por eso la europeización propugnada por Costa (y por Ortega) ha de completarse con la investigación del “alma popular”, con el punto de vista folklórico de la pedagogía (pág. 1528). Es una doble precisión que toca a Ortega. Machado deja ver una vez más su posición intermedia: Unamuno, Baroja, Azorín, Valle-Inclan, “por no citar sino algunos de la gloriosa promoción del 98, han contribuido a formarnos una nueva visión de España. Y ya se anuncia –digámoslo sin rebozo– un nuevo escalofrío de la patria” (pág. 1529). Al Unamuno donquijotesco le cabe mucha gloria en la labor que está conduciendo a “conocer la psicología de este pueblo, tan profundamente ignorante de sí mismo” (pág. 1481). Semejantes ideas nos muestran a un Machado inserto en el proceso definidor de la identidad nacional. Urge “explorar el alma española”, asegura, y la pedagogía (esa pedagogía que propugna Ortega, la cultura como receta de los males nacionales) también puede seguir este camino (pág. 1529).
Por lo demás, en Los complementarios, y a propósito de Baroja, Machado se desmarca con claridad de la política cultural (elitista, esto es, de clase) de Ortega: “No puede atenderse con preferencia a la formación de una casta de sabios, sin que la alta cultura degenere y palidezca como una planta que se seca por la raíz. Pero los partidarios de un aristocratismo cultural piensan que mientras menor sea el número de los aspirantes a una cultura superior, más seguros estarán ellos de poseerla como un privilegio” (pág. 1227). Muy al contrario, “el Estado ha de sentirse revolucionario, atendiendo a la educación del pueblo”. Obviamente, Machado no comulga con la “revolución desde arriba” predicada por Maura, que está conduciendo a España al derrumbadero (pág. 1316). Acusando recibo en carta de 1914 de la conferencia orteguiana “Vieja y nueva política”, Machado resulta otra vez taxativo, quizás demasiado para el joven maestro: “¿Que esto es hablar de revolución? ¿Y qué? La revolución pudiera ser una consecuencia de nuestra actitud, la más insignificante y la que menos debe inquietarnos” (pág. 1555). Con todo, cree estar de acuerdo con el “espíritu” de esa conferencia. El posicionamiento que manifiesta a Unamuno en 1915 desde Baeza deja ver la lejanía no sólo con Maura sino a la vez con el liberalismo reformista y constructor orteguiano: “La juventud que hoy quiere intervenir en la política debe, a mi entender, hablar al pueblo y proclamar el derecho del pueblo a la conciencia y el pan, promover la revolución, no desde arriba, ni desde abajo, sino desde todas partes” (pág. 1574).
Ortega bien podía representar una novedad, el “gesto meditativo” (pág. 1586), pero la indignación que también le participa Machado a Juan Ramón Jiménez en 1912 –“Este régimen de iniquidad en que vivimos empieza a indignarme” (pág. 1519)– lo acerca, más de lo que quisiera Ortega, a la “bárbara” irrupción del llamado 98 contra la mitología nacional establecida por la Restauración. Por supuesto, pero se trata de otra cuestión que ahora no importa, en estos textos que alcanzan cohesión significativa en torno a Campos de Castilla (1912) y a lo que será su conformación final, la posición de Machado se encuentra lejos de la derivaciones noventayochistas presentadas como “clásicas” o típicas por la historia literaria. Claro que la comunidad ideológica con ese mundo subsiste. No en vano, como tantas veces se ha hecho notar, el propio Machado señala en 1917 que en lo referente a este segundo libro ya era otra su “ideología”, cuando se orientaron sus ojos y su corazón “hacia lo esencial castellano” (pág. 1593), una expresión que nos remite otra vez a la búsqueda esencialista de la identidad nacional que funciona en el Noventayocho. La tensión dialéctica con el 98 (destructor e inventor de un alma nacional) y el 14 (constructor y reformista) se verifica de nuevo cuando al presentar en 1931, en Segovia, a Ortega, Marañon y Pérez de Ayala, Machado sentencia que la revolución no consiste en volverse loco y levantar barricadas, que es algo menos violento y más grave, que requiere el concurso de “mentalidades creadoras”, de esos “tres hombres del orden”, para no ser catástrofe (pág. 1798).

Desde Baeza: el derecho al elogio
Básica en la dialéctica aludida resulta la admiración que, como ya hemos visto, Machado dice profesar a Azorín. En 1912 informa a Juan Ramón Jiménez de cómo se halla trabajando en la sección “Elogios” de su próximo libro. Para que se haga una idea de la orientación que piensa darle al conjunto le envía el poema que ha dedicado al libro Castilla, de Azorín: “Intento en ella colocarme en el punto inicial de unas cuantas almas selectas y continuar en mí mismo esos varios impulsos en un cauce común, hacia una mira ideal y lejana. Creo que la conquista del porvenir sólo puede conseguirse por una suma de calidades” (pág. 1518). Entre esas almas se encontrarán, finalmente, Giner de los Ríos, Ortega, Unamuno, Azorín o el propio Juan Ramón. Hay que resaltar que Machado escribe “almas”. En efecto, fijémonos en lo que pone en boca de Giner: “Sed buenos y no más, sed lo que he sido / entre vosotros: alma” (Machado 1989: 587). Chiappini (2000: 224) ha resaltado que la palabra “alma” es fundamental tanto en este poema como en la prosa (tan afín a los versos) que Machado dedica en 1915 a la muerte del maestro. En realidad el animismo esencialista se proyecta lo mismo sobre las calidades selectas y admiradas que sobre la tierra castellana a fin de conquistar el porvenir de España por el que viene luchando Machado: “Hay que defender a la España que surge, del mar muerto, de la España inerte y abrumadora que amenaza anegarlo todo” (pág. 1519).
No por casualidad en carta de 1913 le escribe ahora a Juan Ramón que está trabajando en tres libros, que responden a los títulos Hombres de España, Apuntes de paisaje y Canciones y proverbios (pág. 1521). Hombres (almas) de España y paisaje castellano con “alma”: esas almas selectas se oponen al “alma fea” que esconde bajo el pardo sayo el hombre malo del campo y de la aldea (“Por tierras de España”, pág. 495); los “Campos de Soria” acaso ya estaban en el fondo del alma machadiana (pág. 516), al igual que “La tierra de Alvargonzález” es tan triste que tiene alma (pág. 536) y Soria es tierra de alma que se lleva en el corazón (“Recuerdos”, pág. 543). Así, el Machado que se siente extranjero en los campos de Andalucía, que toma a Castilla por su patria, no consigue anudar el hilo del recuerdo de su infancia al corazón (“estas memorias no son alma”, pág. 549). Como señala Macrì (1989: 175), “el ser alma es condición del canto después del epos soriano”. El poema “A Narciso Alonso Cortés, poeta de Castilla” presenta la lucha del poeta por vencer al tiempo inexorable y en él se indica que sólo el alma ahuyenta “al ángel de la muerte y al agua del olvido” (pág. 599). El elogio al Unamuno donquijotesco es otro ejemplo: “Y el alma desalmada de su raza, / que bajo el golpe de su férrea maza / aún duerme, puede que despierte un día” (pág. 601).
Los “Elogios” son el resultado de la “vehemente cordialidad” que Machado siente, como indica en 1914 y desde Baeza al Ortega de las Meditaciones del Quijote, hacia las “poquísimas personas que van quedando entre nosotros”: “Hoy como ayer creo en V. Me asiste el derecho al elogio” (pág. 1556). Entre esos “hombres de España” están, como recuerda Chiappini, los nombres aludidos por representar interlocutores privilegiados, “valori morali reali e fertili come punti di partenza d’universale validitá sperimentale” (pág. 269). Machado habría ideado estos elogios como “ipotesi sperimentali incarnarte e realizzate in figure altre” (pág. 302). Naturalmente Azorín forma parte de la “corriente vital e impetuosa” de almas que hay que formar para que no triunfe la inercia española. Su libro Castilla, le escribe a Juan Ramón, “tan intenso, tan cargado de alma ha removido mi espíritu hondamente” (pág. 1519). Poco después le notifica que la composición que le envió sobre el libro de Azorín ha sido “completamente remaniée” (ha suprimido “notas de mal gusto”) y que cuando se publique en su próximo libro Hombres de España “no la conoceré yo mismo” (pág. 1522). Azorín, agrega Machado, lleva a cabo una labor noble y fecunda y no es cosa de importunarle con notas estridentes: “Si tuviéramos unos cuantos hombres de su calidad todo optimismo podría justificarse”. Esas estridencias, como veremos, se refieren a unos versos anticlericales.
En 1913, ahora bien, tras leer la “Meditación del Escorial” y lo que Ortega dice en ella sobre Castilla, le hace ver al joven maestro cómo su entusiasmo por Azorín tiene sus límites. Machado dice defenderse de su influjo, “algo morboso”; Azorín es un místico, “alma ferviente” que sin embargo adopta como disciplina un “cerrado determinismo”: “Surge de aquí una inefable melancolía, tan sutil que se apodera del lector por toda suerte de caminos. Es una España encantada y encantadora ésta de Azorín. Mi simpatía por el pequeño filósofo y gran poeta de la tierra manchega es profunda; pero prefiero –por instinto de conservación– lecturas más sanas, como las cosas de V. y de Unamuno. Azorín nos eleva al éxtasis. Yo preferiría para nuestra patria un ideal dinámico, un misticismo guerrero como el de Teresa de Jesús” (pág. 1530). Así pues, Machado se sitúa otra vez entre Ortega y Unamuno, sin que por eso deje de asistirle el derecho de elogiar a Azorín. También a Unamuno le expresará en 1915, al tiempo que defiende la revolución desde todas partes, su decepción por que “tan noble espíritu” como Azorín bascule hacia la Francia reaccionaria (pág. 1573). Se podría afirmar que Machado casi siempre está más cerca de Unamuno que de Ortega. El elogio al “joven meditador” del Escorial, aquí presentado otra vez como “arquitecto” de una nueva España (Chiappini 2000: 289), inserto en la “prole de Lucero” que ahora ha de bendecir Felipe II, muestra la distancia irónica del “radical de provincias” respecto del reformismo constructor orteguiano (Mainer 1977: 175-176).

Castilla como alma de España
Machado, como Azorín, participa de la construcción de la identidad nacional a partir de una supuesta alma castellana (Fox 1997: 132-138 y 151-156), que para el segundo no sólo estaría en el paisaje sino además en los clásicos castellanos (Fox 1988; Riera 2007). Los clásicos se convierten en historia “desarqueologizada” (Alvar 1976: 47). Tras leer Un pueblecito: Riofrío de Ávila (1916), Machado (a quien va dedicado el libro) agradece a Azorín que su erudición ponga al descubierto “almas bellas desconocidas de todos”, hombres que (como Bejarano Galavis) son el “alma invisible e ignorada de España” (pág. 1584).
La labor de Azorín, en este sentido, venía de atrás. En El alma castellana (1900) hay atisbos de ese carácter colectivo cuya definición se busca a lo largo de la Historia: “Todos los españoles son esas gentes: más precian de vivir pobres con dignidad, que de allegar caudales con bajeza” (Azorín 1999: 187). Es lo mismo que Azorín señala en Los pueblos (1905) a propósito del hambriento hidalgo de El Lazarillo: su espada es “toda España”, “toda el alma de la raza”, ya que nos enseña la dignidad, la entereza, el sufrimiento silencioso y altanero (pág. 368). “La poesía de Castilla”, incluido en España. Hombres y paisajes (1909), es un texto clave porque en él Azorín nos habla de cómo la “lírica de ahora” nos da “la esencia de este viejo pueblo de Castilla”. Los poetas “novísimos” ponen en sus rimas el espíritu castellano (amalgama de lo más prosaico y lo más etéreo) pero “bajo el afeite francés” (pág. 568). En el epílogo a España Azorín se pregunta si no está en el campo duro y raso en el que piensa desde los Pirineos “toda nuestra alma” (pág. 614). Por su parte Castilla (1912) no trata sino de aprisionar una “partícula” de su espíritu (pág. 618). El “genio castellano”, como se lee en Lecturas españolas (1912), consiste en una maravillosa alianza de idealismo y practicismo (pág. 707).
Clásicos y modernos (1913), definido por el autor como la segunda parte de Lecturas españolas, también obedece al “deseo de buscar nuestro espíritu a través de los clásicos” (pág. 817). No es sino un índice de que Azorín atiende a “la tarea de tono regeneracionista cultural de indagar en la definición –o invención– de un espíritu nacional” (Lozano Marco 1999: 55). Hasta tal punto es así que reconoce, en consonancia con su idea de que la imagen de la realidad es mejor que la realidad misma, que a Castilla la ha hecho la literatura (Lozano Marco 2000: 118). En este mismo libro “El paisaje en la poesía” plantea, al hilo del recién aparecido Campos de Castilla, el problema de la “nacionalización del paisaje”, para lo cual Azorín comienza por el Poema del Cid. Machado se objetivaría en el paisaje que describe, paisaje y sentimientos son en él una misma cosa. Bajo esta “modalidad psicológica”, no impersonal, el paisaje es un estado de alma (pág. 889). Para el Azorín de Los valores literarios (1913), en fin, el paisaje concuerda íntima y espiritualmente con la historia, el arte y la literatura de nuestra tierra: el perfecto patriota sería aquel que “supiese ligar en su espíritu un paisaje o una vieja ciudad, como estados de alma, al libro de un clásico o al lienzo de un gran pintor del pasado” (pág. 1245). Es el concepto de “historia interna” puesto en juego por Giner (Fox 1997: 135; Lozano Marco 1998: 125). En Un pueblecito también se liga el “sentido del paisaje castellano” al “sentido hondo de los clásicos” (pág. 1422). La base del patriotismo, entonces, es la geografía, el conocimiento de nuestro país: “Sintamos nuestro paisaje; infiltremos nuestro espíritu en el paisaje” (pág. 1453).
Que Machado, como Azorín, elabora una ideología castellano/céntrica es algo obvio: en “Las encinas”, con expresión idéntica a la de Ortega en España invertebrada (Fox 1997: 45), dice de Castilla “que hizo a España” (pág. 503). Y en 1932 presenta a Soria como “maestra de castellanía”: “Soria es, acaso, lo más espiritual de esa espiritual Castilla, espíritu a su vez de España entera” (pág. 1801). En efecto, Machado escoge “un tema de prestigio doble –regeneracionista y modernista– como lo fue Castilla para su retorno –o su encuentro– con la tradición liberal” (Mainer 1977: 174). Nos importa ahora esta cuestión mucho más que el supuesto “ideologismo noventaiochista retrasado” (Macrì 1989: 153) al tratar ese tema de Castilla: la Castilla “madrastra”, hoy miserable pero ayer dominadora (“A orillas del Duero”, pág. 494), la Castilla “por donde cruza errante la sombra de Caín” (“Por tierras de España”, 496), la Castilla adusta y del “desdén contra la suerte” (“Orillas del Duero”, pág. 499), “la tierra que ama el santo y el poeta” (“Fantasía iconográfica”, pág. 507). Entre otros muchos aspectos se ha reparado en que, tras la “fuerza expresiva” de esa Castilla miserable, está la pintura de Zuloaga (Varela 1977: 276-279); o en que Unamuno pudo influir en la visión de Castilla como madrastra y no como madre, con la consiguiente “alienación” del campesino que la trabaja (Orringer 2000).

El porte jacobino
Lo cierto es que el castellanismo de Machado se acendra con la lectura de Azorín. Castilla está detrás de otro poema machadiano, además del que hemos visto que envía a Juan Ramón. “Al maestro Azorín por su libro Castilla” ha sido definido como un “cuadrito de costumbres noventaiochista del amigo” (Macrì 1989: 177), o bien como un “poema autorretrato” (Valverde 1975: 106): un caballero enlutado escribe, mira el fuego y llora con el son de la marmita en la venta de Cidones. Aquí Machado sigue la técnica narrativa de Azorín (Ferreres 1973: 20).
“Desde mi rincón. Elogios. Al libro Castilla, del maestro Azorín, con motivos del mismo” está fechado en Baeza (1913) y fue leído por Juan Ramón, por estar ausente Machado, en el homenaje a Azorín en Aranjuez y luego publicado en el libro Fiesta de Aranjuez en honor de Azorín (1915). Esta versión incluye las estridencias después suprimidas. Como bien señaló Zamora Vicente (1977: 316), el clima de protesta y agresividad en que este poema nace desaparece en la versión definitiva de Campos de Castilla a partir de 1917. El homenaje a Azorín no es sino un desagravio por haber rechazado su candidatura la Real Academia. El texto de 1913 ha sido escrito bajo un “escozor momentáneo” que luego es sometido a disciplina literaria (Zamora Vicente 1977: 323). Los versos anticlericales cercenados del poema, en los que el autor alude a su “porte jacobino”, a su asco a las juntas apostólicas, a la “turba milagrera” y la “clerigalla vocinglera”, dan cuenta de cómo Machado aprovecha la ocasión de la negativa a Azorín para entrar de lleno en la cuestión religiosa, por entonces tan candente, y adoptar una posición secularizadora (Gómez Molleda 1977: 65-69). Son versos que enlazan, como indica Zamora Vicente, con otros de “El mañana efímero”, en que Machado alude a la “España inferior” que aún auspiciará el florecimiento de las “barbas apostólicas” y el brillo de las calvas “venerables y católicas” (pág. 568). Con la supresión de estas estridencias o crudezas de las que habla a Juan Ramón le quita al poema ocasionalidad (Zamora Vicente 1977: 331). Al enviarle el poema a Jiménez ya le había advertido: “Cuando se toca la cuestión religiosa, especialmente, el alma española suena a cartón piedra” (pág. 1519).
No es sino la definición de esta alma castellana (identificada con la española) lo que estructura por su base el elogio a Azorín. Toda Castilla llega a Machado, a su rincón de Baeza, con ese “libro de melancolía” del que es autor Azorín. Es la Castilla de los páramos sombríos y los negros encinares, la “azafranada y polvorienta”. Inmediatamente los “motivos” del texto azoriniano entran en juego, como bien señala Macrì (1989: 931-932): la Castilla que no ha visto el mar remite al capítulo “El mar”, pero ahí están asimismo la enumeración de los viejos oficios, la referencia a las ventas y posadas que también cuentan con un capítulo en Castilla o la alusión a otro capítulo fundamental, “Las nubes”:
¡Oh divino vasar en donde posa
sus dulces ojos Melibea!
¡Oh jardín de cipreses y rosales,
donde Calisto ensimismado piensa,
que tornan con las nubes inmortales
las mismas olas de la mar inmensa! (pág. 592).
También el enlutado del otro poema a Azorín “medita ensimismado” con la mano en la mejilla. Azorín había presentado a Calisto absorto, en idéntica postura, mirando pasar las nubes, siempre varias y siempre las mismas. Y así Azorín (1999: 662) trasmuta el “vivir es ver pasar” de Campoamor en “vivir es ver volver” todo en un retorno eterno. No obstante, el elogio Azorín de pronto sufre una torcedura. Machado cuestiona la actitud ideológica que se desprende de la filosofía del tiempo que hay en Azorín:
¡Y este hoy que mira a ayer; y este mañana
que nacerá tan viejo!
¡Y esta esperanza vana
de romper el encanto del espejo!
¡Y esta agua amarga de la fuente ignota!
¡Y este filtrar la gran hipocondría
de España siglo a siglo y gota a gota!
¡Y este alma de Azorín… y este alma mía
que está viendo pasar, bajo la frente,
de una España la inmensa galería,
cual pasa del ahogado en la agonía
todo su ayer, vertiginosamente!
Basta. Azorín, yo creo
en el alma sutil de tu Castilla,
y en esa maravilla
de tu hombre triste del balcón, que veo
siempre añorar, la mano en la mejilla
(pág. 592).
Nuevamente quedan conectadas las almas “selectas” de Azorín o de Machado con el alma de Castilla. El capítulo de Castilla titulado “Una ciudad y un balcón” presenta a un caballero triste siempre con la cabeza descansando en la palma de la mano. Azorín lo fija temporalmente en tres instantáneas: el Renacimiento, la Revolución francesa, y la industrial y rusa (“Los obreros de todo el mundo se tienden las manos por encima de las fronteras”). Pese a las transformaciones, siempre permanecerá la “insondable eternidad del dolor” (Azorín 1999: 647). Se subraya así la idea de ciclo, de repetición, así como la “sensación de melancolía que vendría a ser el sentido poético en el que Azorín resume su idea de Castilla” (Lozano Marco 1999: 46-47). Esta es la “maravilla” en la que dice creer Machado, así como cree en el alma de Castilla inventada y definida por Azorín. Pero el poema no es exactamente “una especie de rosario encomiástico y confesión de fe en los nuevos valores del ideario azoriniano” (Macrì 1989: 178).
Recordemos que Machado prefiere lecturas más sanas, que percibe lo morboso que hay en la Castilla melancólica de Azorín y prefiere abrirse a un ideal más dinámico, no tan extático. El rechazo de la “España encantada” de Azorín es lo que aflora en estos versos escritos desde el “rincón” baezano. En ellos se habla de la necesidad de romper el encanto del espejo, ya que si el hoy mira al ayer el mañana nacerá viejo. La misma actitud atraviesa poemas medulares para la llamada “superación” del noventayochismo como “Del pasado efímero”, “El mañana efímero” o “Una España joven”. Hay en esos versos exasperación, a decir de Predmore (2000: 224), ante la “esterilidad del auto-análisis que caracteriza el planteamiento de los problemas nacionales y sociales en los escritos de Azorín”, ante la obsesión insana por el pasado que representa el ensimismamiento de Calisto; o bien, podríamos añadir, ante ese “sueño medieval” fracasado (Litvak 1980: 219) al que tiende Azorín por su ideología pequeñoburguesa. La creencia en la maravilla de la España de ayer y de siempre que pinta Azorín en Castilla no evita la pregunta por el mañana (Sánchez Barbudo 1967: 305); un mañana que no puede ser prisionero de ese ayer y de ese siempre, del eterno retorno. Queda así manifiesta la “gradual divergencia” entre Azorín y Machado, el primero cada vez más clásico e inmóvil, el segundo “cada vez más encarado con la verdad efectiva de su país y su sociedad” (Valverde 1975: 107).

Escamoteo de la Historia
España encantadora la de Azorín, así pues, pero también encantada: la esperanza, aunque “vana”, de romper ese encanto del espejo no es otra que la de acabar con la maldición de un mundo detenido y condenado a perpetuarse, a inmovilizar su gesto (Lozano Marco 2006: 247). Aquí el Machado de Baeza se despega de la definición “noventayochista” de la identidad nacional que orquesta Azorín en torno a Castilla. Y así deriva dialécticamente otra vez hacia la postura más “sana” de Ortega, quien en su reseña de Lecturas españolas señala cómo Azorín recrea un “mundo paralítico y moroso”, una “vida quieta e idéntica”, haciendo que el pasado no pase totalmente. No en otra cosa consiste el “mecanismo estético” de Azorín (Ortega 1988: 300-301). Ya en su salvación sobre Azorín, medita sobre este “poeta del pasado”, este “sensitivo de la historia” cuyo arte consiste en revivir la sensibilidad básica del hombre a través del tiempo. Ortega afirma que la España de Azorín “está compuesta de cosas rendidas que se inclinan hacia la muerte” (pág. 326). Azorín para las cosas, las petrifica estéticamente, “nuevo Josué del corazón de España”.
Haciéndose eco del azoriniano “vivir es ver volver”, Ortega llega al núcleo del problema: España repite lo de ayer hoy, lo de hoy mañana. La repetición no es más que “el pasado perdurando” (pág. 330). Y aquí la divergencia, paralela a la de Machado: “La impresión espontánea que la vida me produce es contradictoria de la que produce a Azorín. Yo veo en la innovación, en la invención, el síntoma más puro de la vitalidad. En consecuencia, yo quisiera un arte de lo heroico donde todo fuera inventado; un arte dinámico y tumultuoso que desplazara la realidad” (pág. 333). Es la misma actitud dinámica que exige Machado. Ortega remite esa “pavorosa fuerza negativa de la repetición” que se descubre en “Una ciudad y un balcón” a la concepción de la Historia por parte de Schopenhauer: eadem sed aliter (pág. 336).
Decidido a introducir los conceptos de clase e ideología en su análisis del “problema de España” para no perderse en las “nubes de la superestructura”, Blanco Aguinaga (1970: 3-38) ya planteaba que la “juventud del 98”, que entra en la realidad española por la Historia y la crítica de los conflictos sociales, termina cuando algunos de sus integrantes se dedican a la “invención” de paisajes. Si Azorín es un ejemplo claro, Machado sería la excepción, “la última lección de realismo –curiosamente desfasado– que nos ofrece la generación del 98” (pág. 296). Al margen de la aplicación más o menos férrea del concepto de Noventayocho (y los problemas que crea Machado en ese marco), lo cierto es que Blanco Aguinaga pone de relieve el “escamoteo de la Historia” que se da en el Azorín paisajista y lector de los clásicos: “donde la Historia cambia, Azorín sueña que se estanca (o que retorna)” (pág. 313). A diferencia de Azorín, Machado no idealiza el pasado, sino que lo considera “opresor del presente y no hay melancólica belleza que le impida pensar que, en vistas del futuro, el presente exige la destrucción del pasado” (pág. 319). El paisajismo en Machado es vía de entrada crítica en la Historia y no “evasión esteticista”, afirma Blanco Aguinaga, y aquí descubrimos las divergencias ideológicas con Azorín a partir de una semejante definición castellanista de la identidad nacional.
La segunda parte de “Desde mi rincón”, el “Envío” de Machado, presenta a Azorín viniendo de la mar de Ulises al ancho llano del “gran Don Quijote”, reforzando así el castellanismo en torno al mitologema nacional (Valera Olea 2003) en que se había convertido el personaje de Cervantes. Machado alude al “alma ibera” de Azorín, a su “corazón de fuego” y a su pensamiento “reaccionario / por asco de la greña jacobina”. Es una alusión a su maurismo, aunque conviene recordar que en el artículo que dedica a Azorín en El Porvenir Castellano de Soria (1912) intenta desterrar ciertos prejuicios que pesaban sobre el autor de Castilla, como la frialdad o el talante reaccionario (Lozano Marco 2006: 233). En este mismo artículo Machado lo presenta como “el poeta de los pueblos castellanos”. Todavía aludirá en el soneto a Azorín de Nuevas canciones a “esa noble apariencia de hombre frío / que corrige la fiebre de la mano”, defendiendo además la conveniencia de ponerle como fondo un diminuto pueblo en la llanura (pág. 651). Otro poema, inédito hasta hace poco, “A un Azorín todavía mejor”, vuelve sobre la idea del tiempo que “pasa y muerde” (Lozano Marco 2006: 250). Así como Azorín busca detener el tiempo con la eterna perduración del pasado, fijar la identidad nacional a partir de la definición esencialista del alma castellana, el Machado de Baeza ya lucha por un nuevo tiempo de Historia para España. Y de aquí el envío final:
¡Oh, tú, Azorín, escucha: España quiere
surgir, brotar, toda una España empieza!
¿Y ha de helarse en la España que se muere?
¿Ha de ahogarse en la España que bosteza?
Para salvar la nueva epifanía
hay que acudir, ya es hora,
con el hacha y el fuego al nuevo día.
Oye cantar los gallos de la aurora
(págs. 593-594).

MIGUEL ÁNGEL GARCÍA


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El presente estudio se publicó originalmente en CHICHARRO, Antonio (ed.), Antonio Machado y Baeza a través de la crítica, Baeza, Universidad Internacional de Andalucía, 2009, 534 pp. + XIV láminas. ISBN: 978-84-7993-099-8.