ESPACIO DE LA LUZ, DE ANTONIO CHECA, O LA LUZ POÉTICA DE ORIGEN



El poeta baezano Antonio Checa es poeta sin adjetivos que, de la estirpe de Miguel Hernández, aquel perito en lunas al que se siente unido por su autodidactismo, su amor por la poesía y por su comunión con la naturaleza, ha sabido encauzar su mirada estética sobre el mundo y formar su voz hasta lograr los espléndidos y hermosos resultados de poemas como los que nutren su libro Espacio de la luz, título que comienza a iluminarse si tenemos en cuenta la referencia meridional de la luz que cae sobre estas tierras nuestras.
Por otra parte, nuestro libro no es hijo único de la invención creadora. Tiene sus hermanos que, análogamente a lo que suele ocurrir en cualquier seno familiar, cada uno responde a sus propias condiciones de gestación y existencia. Pero todos ellos a la postre necesarios y verdaderos. Todo empezó con Polvo y barro. Poética, de 1983, un libro al que le dediqué un artículo, el primero que se escribió –me honro en hacerlo notar, porque ya intuí el valor de aquella voz poética– sobre la poesía de Antonio Checa, y en el que ya estaban conformadas en sus aspectos esenciales las bases de su creación. Entonces dejé dicho que el poeta y la poesía son para él esencialmente auténticos, lo que se soporta en la clara base ideológica del humanismo. La poesía es, pues, en sus manos un útil expresivo –finalmente expresado, no lo dudemos– que es fruto de su atención a lo real en sus múltiples manifestaciones, coincidiendo y retomando así la tradición de los poetas que aunaron poesía y vida y rechazaron los fetiches lingüísticos, asumiendo, en aras de esa autenticidad vital y poética sus imperfecciones poéticas como bienes propios. Aquel libro de 1983 había sido muy conscientemente titulado Polvo y barro. Poética, porque la poesía en él alojada era ese polvo y ese barro mismo verbales, simbólica materia última constitutiva de todo lo existente. El poeta se siente algo más que relacionado con la realidad histórica y natural: Es parte de esa realidad y nada le es ajeno, por lo que llega a la poesía como un modo de palpar su propia existencia y como un modo de conocimiento de sí mismo y de su medio.
Luego siguieron nuevos libros poéticos –cada uno de ellos venía a ser tanto trabajada conquista de la comunicación poética como destierro de las obligadas sombras del silencio–: Imágenes sin rosas, de 1984; Tardes de caramillo, de 1994; Ecos y perfiles, de 1996; Más que palabras, de 1998; Espacio de la luz, en su primera edición de 2002; Las palabras perdidas, de 2002; y Casi hablando, de 2005; entre otros libros, artículos y publicaciones sueltas. Ahora bien, la fácil lectura por mi parte de esta lista bibliográfica no debe llevarnos a ignorar lo que de real conquista tiene cada publicación dados los tiempos que vivimos de general pragmatismo economicista, así como de extendida desconsideración social del auténtico valor cultural y de la excelencia estética del discurso poético. Yo sé del desasosiego de nuestro poeta por –y para eso se escribe– darse a los lectores a la vez que despeja del impuesto silencio a los hijos de su creación.
La segunda edición de Espacios de la luz (Baeza, Ayuntamiento de Baeza, 2005), que contiene un clarificador prólogo de Dámaso Chicharro, en el que, entre otros aspectos, subraya algunas de las cualidades de esta poesía, tales como ser poesía de su tiempo y en el tiempo, ser poesía de la sencillez y de la autenticidad que busca su plenitud, etc., consta de cinco secciones –“Espacio de la luz”, que da nombre al poemario, “La música del Sur”, “La luz de los conceptos”, “Presencia de la vida” y “La luz donde tu habitas”– entre las que, en desigual número, se distribuyen los treinta y cuatro poemas de que consta el libro.
La primera sección, que le da nombre, constituye desde mi punto de vista la parte nuclear del poemario –también lo será para el poeta cuando hace nombrar al conjunto del libro con el nombre de esta parte y a esta parte con el nombre de un poema– y está integrada por diez poemas cuyas formas métricas son variadas, aunque sobresalen los versos de largo aliento, libres unos o sometidos a medida y entre sí asonantados, aptos para encauzar sostenidamente no sólo elementos líricos sino también lo que podríamos llamar meditaciones poéticas. Estos poemas se organizan internamente en torno a dos ejes temáticos básicos entre sí relacionados: el espacio natural que habita el sujeto poemático tanto en su inmediata vivencia como en el recuerdo, lo que resuelve, como ahora explicaré, la paradoja del verso diecisiete de “Rastros” en el que el poeta habla de lejanas presencias. A este primer e importante grupo pertenecen los poemas titulados “Rastros”, “Raíces”, “Andaluz”, “Espacio de la luz” y “Canto a la luz perdida”, todos ellos poemas estróficos extensos de largos versos. Y el otro eje es el de la rosa como elemento macrosimbólico de la belleza natural que habita ese mismo espacio meridional del que forma parte el poeta. A este grupo pertenecen los poemas titulados “Roja la rosa y la sangre roja”, “Si os sentís románticos”, “Boca y fuego”, “Entre su rojo quiero” y “Afinidades”. La mayoría de ellos sometidos a la contención métrica del soneto, de la décima y del verso de arte menor. Veamos algunos aspectos particulares de esta parte por cuanto nos van a suministrar unas preciosas claves lectoras de nuestro libro.
Si comenzamos a leer “Rastros”, seremos introducidos en este primer poema mediante una interrogación retórica, esto es, mediante una sostenida pregunta desarrollada a lo largo de los versos de la primera estrofa de la que el sujeto lírico conoce la respuesta:

¿Hacia qué lugar si no es el humano irá la voz
que desde lejos clama por su raíz, por ese origen
de la tierra sublime y por un todo idolatrado
en la distancia, en los ojos que vieron incipientes
la luz de aquellos campos y de aquellos cielos?

La respuesta no se hace esperar: el humano lugar del recuerdo de la infancia, al que acuden las voces del niño y sus juegos y del padre, los recuerdos de un pueblo y de sus gentes, tal como leemos en la estrofa siguiente:

De todos los lugares donde llega la luz a su retina,
nada como la infancia o el juego lejano, la voz
de la niñez, la voz del padre cuando, clamando
amor por la garganta, su labio constructor, su boca
humana, llamaba a su zagal y lo abrazaba.

El poema, que se alimenta de la emoción estética suscitada por la memoria de momentos efímeros, así salvados por el discurso de esta poesía, se llena de las calles del pasado, de saludos en forma de silbidos, de lejanas presencias en definitiva, es decir, de los rastros o huellas reales que son guardados celosamente por el poeta en la trastienda de su memoria y que ahora alcanzan una nueva forma de duradera existencia en el poema. De ahí esta hermosa expresión paradójica que también usara el poeta Antonio Carvajal en la sección “La presencia lejana” de Testimonio de invierno para nombrar sus poemas de la Alhambra. Las siguientes estrofas aportan cada una de ellas nuevas preguntas obviamente retóricas y nuevas respuestas en forma de momentos vividos y ahora salvados por la poesía como el descubrimiento de las estrellas vistas desde las eras del pueblo.
“Raíces”, por su parte, es uno de los más hermosos poemas del libro al que acude, tal vez sin que lo pretendiera su autor, la más profunda huella cultural y estética de uno de nuestros grandes poetas tan vinculado por otro lado a Baeza. Me refiero, como todo el mundo supone, a Antonio Machado. El poema comienza así:

En ese entorno de oro, en ese azul,
en la morada del agua o de las flores, casi llegando
al alma de las cosas que doman tus sentidos,
o que abren la casa de tus sueños o el dolor de sentirte,
allí donde descansa la palabra del Sur sobre sus labios
y se llega hacia ti con el pronombre mío, con la imagen
de un todo donde arraiga tu voz la voz de la retina.

¿Cómo no asociar el recuerdo de la luz solar, el del amplio azul del cielo, el del abiertamente nombrado espacio del Sur y de la infancia a lo largo de estos versos con el impresionante verso último de Antonio Machado Estos días azules y este sol de la infancia? ¿De qué habla si no nuestro poeta Antonio Checa? Como hiciera Antonio Machado en aquel verso, escrito a lápiz en un papel y encontrado por su hermano José en uno de los bolsillos de su abrigo, una vez dada la gran lección cívica de su muerte en territorio francés en 1939, tanto en aquel memorable verso último como en el poema que comentamos se dan cita tres elementos básicos: realidad inmediata, recuerdo y ausencia.
No es difícil interpretar el verso de Machado. Estos días azules y este sol de la infancia, un verso alejandrino de clara estructura paralelística en sus hemistiquios, con acentos en primera, tercera y penúltima sílabas, respectivamente, y paralelismo morfosintáctico, aúna, de un lado, el recuerdo de un tiempo fatalmente irrecuperable, la infancia y la luz meridional, con la realidad de su exilio francés, con la realidad de una luz prestada similar a la luz definitivamente apagada para Antonio Machado y temporalmente oscurecida para la otra España. Pero no es sólo la luz lo que ilumina el verso, sino muy particularmente la asociación de esa luminosidad con un periodo vital lleno de inconsciencia e ingenuidad, de un vivir porque sí, gratuito y placentero: la infancia, lo que contrasta brutal y dolorosamente con su realidad inmediata: la de un hombre viejo y exiliado, la de un derrotado que palpa conscientemente una a una todas las huellas de la vida y las heridas de la guerra. Esto explica los largos y últimos silencios en que entraba el viejo poeta en Collioure, con el azul Mediterráneo de fondo, contemplando bajo tal luz los desastres de la guerra y su soledad última. Pues bien, en el caso del poema de Antonio Checa coinciden, como digo, tales elementos conformadores, aunque desprendidos ahora afortunadamente del dramatismo de una guerra. Pero en su más profundo sentido, la actitud es la misma: el presente vivido con conciencia carencial –de ahí el retorno a la seguridad del primigenio espacio del recuerdo de la infancia y del luminoso solar en que el niño habitó y habita ahora el poeta–, el recuerdo de aquel espacio de la luz y, consecuentemente, la conciencia de la ausencia de aquellos momentos vitales ahora rescatados en el poema.
Pues bien, ese entorno de oro y ese azul del Sur que nombra el poeta se alimentan de su experiencia vital de Baeza, enclave perfecto de unión de la cultura y de la naturaleza vivido con conciencia de pasado o de presente, pero espacio de la luz del poema y del poeta. Ha tenido que ser Antonio Checa el poeta que viniera a nombrar de la manera más emocionada y hermosa el viejo solar meridional que no sostiene donde descubrimos la luz de la vida. Y todo ello con la mayor seriedad creadora, trascendiendo toda anécdota y borrando incluso el nombre de Baeza para crear una nueva forma de existencia de la misma: una existencia poética trascendida.
Esta sombra verbal de Baeza está llamada a mayor vida como a mayor vida han llegado los emocionados versos paradisíacos, que acuden a la memoria de la infancia y del entonces solar habitado, de Sombra del paraíso, de Vicente Aleixandre. La Málaga infantil de Aleixandre está en el origen de aquel libro de 1944 y particularmente en el del poema “Ciudad del paraíso”. Y si bien este poema admite plurales luces en las lecturas, qué duda cabe que cuando más iluminado se nos presenta es cuando le aplicamos la luz de Málaga, realidad referencial de la que se nutre el poema y hace surgir una ciudad que reina bajo el cielo y sobre las aguas, esto es, una ciudad suspendida en la memoria y en el fruto poético de la misma, el lugar de su otra forma de existencia. Baeza también queda así suspendida, por encima de la tierra y por debajo del cielo, en estos poemas de Antonio Checa. Este Espacio de la luz nos hace llegar, pues, a dos conclusiones: la primera, que el poeta baezano ha superado la frecuente tendencia que propende al localismo, sin perder por ello su profunda unión con ese espacio de la luz de origen; y la segunda, que en el cristal de sus versos ha quedado atrapada la experiencia de la luz, del espacio y de ciertas formas de vida de raíz profundamente baezanas vividas en plenitud y proyectadas, precisamente por su trascendencia, a un ilimitado número de lectores, baezanos y no baezanos, y para este nuestro tiempo y otros tiempos. En el poema quedan abiertamente mostradas sus raíces baezanas–de ahí el título–, a las que vuelve el poeta simplemente para ser aun estando lejos, tal como dice el siguiente fragmento del poema:

Allí donde naciste simplemente. En la tierra del Sur,
cola de Europa, principio de un jardín que amansa y pule
las voces milenarias, las culturas mezcladas, los ecos,
las preguntas, el tono de ser tú entre tu gente.

En ese entorno humano en que bendices simplemente la tierra
se visten emociones y se agrupan imágenes que luego
dan su dardo en la fibra central de tus sonrisas, o el posible
desliz de tus lamentos.

Así desde lo lejos, una torre te llama
y una campana suena en los atrios solares de la tarde,
o en la nota sonora de los vientos; te canta el ruiseñor
o aquella alondra que intentabas coger y que hoy la sueñas.

Hasta aquí estos rastros poéticos de la memoria y estas raíces sacadas a la luz y ellas mismas luminosas que entroncan con lo que de mejor tiene, pues no todo en la misma es igualmente bueno, la Teoría de Andalucía de Ortega y Gasset, aquella teoría que proclamó a los cuatro vientos el sentido vegetativo de la existencia de los andaluces y la importancia que la luz tiene para los mismos. No extraña que el poema que sigue en esta primera parte se titule “Andaluz” y que en el nombrado “Espacio de la luz” alcancen su fórmula poética los cuatro elementos simbólicos básicos tomados a partir de nuestra experiencia de la naturaleza y presentes en toda cultura: el fuego, el agua, la tierra y el aire. Paso a leer las cuatro primeras estrofas de este poema, haciendo notar que en la primera se da fórmula poética al fuego en su forma de luz solar en lo que es la descripción de un amanecer, el feliz reencuentro del poeta con la luz tras las sombras de la noche:

En el jardín del cielo
nace, sin gris ni plomo, un reflector granate
asumiendo en su oferta el esplendor que el orbe
recoge entre su aljibe.

Después, en las siguientes estrofas, cantará los elementos simbólicos del aire, del agua en su forma de río –nuestro cercano Guadalquivir– y la tierra:

Brilla un cercano monte
donde la jara asume ser solamente imagen o semilla del tiempo
que los aires levantan entre juncos y lirios.

El agua, su corriente,
arrastra su murmullo entre las dos vertientes donde la vega
iza el olivar que infunde su verde en el paisaje. Guadalquivir
es nombre donde dejó s huella la cultura pasada,

llegada por el mar,

y entre los montes, la piedra, en la torre vigía, ensalzaba los fuegos
cual morse constructor en el mensaje.
El poema continúa nombrando y construyendo los límites de ese espacio de la luz en cadena de metáforas puras y recurrentes. Y concluye de manera emocionada al interpelar la voz poética a los lectores para que, cuando el sujeto lírico de esta voz muera, piensen en él como habitante que fuera de ese espacio de la luz. La lectura de este fragmento final es impresionante:

Inesperadamente,
cuando yo ya me asuma como planta acabada,
pensad que he vivido

donde el hombre se asoma buscando un dios sagrado,
y en la tierra, en esa que descansa el hombre peregrino,
dejaré que mis ojos se cierren en la aurora.

¡Oh, espacio, espacio de la luz!
El pétalo de un beso,
entre tu faz, reposa.

De esta manera llegamos a uno de los puntos de mayor gravedad del libro, lleno de la melancolía que proviene de la conciencia de la finitud existencial, una melancolía hermana a la que fluye de aquel impresionante poema de Juan Ramón Jiménez, “El viaje definitivo”, donde comienza diciendo aquello de

…Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.

Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.

Después de haber tocado este punto irradiante, en el que insistirá en el último poema del libro, “Réquiem”, todo lo demás parece quedar en penumbra. Pero el libro está lleno de luces poéticas como en “Las voces de los pájaros”, que es un canto a la elementalidad de la vida; como en “Música de la luz”, título sinestésico para un poema que trata de aunar los sonidos de la naturaleza con sonidos de la cultura; y tantos y tantos otros que, por la educación del buen uso del tiempo, no puedo ahora ni siquiera nombrar.
Sólo me queda reafirmarme en todo lo dicho y, muy especialmente, en que estamos ante un poeta total que viene haciendo de su vida un ejemplo de entrega a la mejor cultura de nuestra tierra y que, como bien nacido que es, ha dado más de lo que recibió. Antonio Checa, cuya mirada serena se posa con verdad y belleza en el espacio de la luz, nos da ocasión de vivir, ahora extrañados por la experiencia de la lectura de su poesía, lo que el fluir ruidoso de nuestras vidas apenas si nos ha permitido notar siquiera: el espacio y el tiempo de nuestra existencia en lo que tiene de elemental y constitutivo. En eso, nuestro poeta baezano coincide con las voces de los poetas que he nombrado. Ni más ni menos que Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Vicente Aleixandre y Antonio Carvajal. Al fin y al cabo, su lirismo es nuestro lirismo y su humildad, como hablan las piedras del patio de la antigua Universidad –VBI HUMILITAS IBI SAPIENTIA–, signo de su sabiduría.

ANTONIO CHICHARRO

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Publicado en Aldaba, 22, agosto, 2007, pp. 161-165, ISSN: 1137-9173; incluido posteriormente en Antonio Chicharro, En la plaza (De libros, poemas y novelas), Salobreña, Alhulia, 2007, col. Mirto Academia, pp. 57-68.