ANTONIO MACHADO EN "LOS PAPELES SECRETOS" DE JUAN RAMÓN JIMÉNEZ







ANTONIO MACHADO. ENTE DE TRASMUROS


En la Florida lunes de sol y viento de febrero, bajo bochorno, escalofrío, entre las acrobáticas palmeras involuntarias (y cuando escribía una nota iniciando una suscripción, por los refugiados españoles en la frontera de Francia) leo la noticia de su muerte.
Estamos en una ex-España bien y mal hallada un día, mal y bien dejada otro, por España, cerca de la primera ciudad española de esta América del Norte, en una casa de obreros holandeses, hoy norteamericanos, escondida en una paz que me recuerda a Andalucía. La brújula que tengo siempre conmigo, desde que salí de Madrid, el 36, para saber siempre, en esta desorientación de tierras y seres confundidos y superpuestos, en este revés de España que es América, donde está España, tan inquieta siempre, parece que ha quedado muerta en su seguro y súbito señalar al nordeste. Una sombra de todo el tamaño de un gran poeta grande llega por este nordeste del mar desde el Pirineo hasta mí. Mi corazón, que tuvo una disminución fría, escalofrío, al leer la noticia sigue volcado con una baja palpitación de velado golpe fúnebre. Vi a Antonio Machado por vez primera en Madrid, 1901. Me lo trajo Francisco Villaespesa al Sanatorio del Retraído, un domingo, y siguió viniendo casi todos los domingos con su hermano Manuel, Valle Inclán, etc. ¡Cómo me complazco en recordar y repetir esta época triste y feliz de todos nosotros! Era corpulento, corpachón, sanguíneo y terroso, con algo de grueso troncón acabado de arrancar, y vestía su tamaño con unos ropones negros y pardos, que no se correspondían, chaqué nuevo, pantalón perdido y abrigo viejo, deshechos, equivocados, y se cubría con un chapeo de alas deshechas y caídas, de la época de su nombre. En vez de pasadores, llevaba en los puños del camisón unas cuerdecitas, y a la cintura, por correa, una cuerda como un ermitaño de otra clase. Yo no sabía si todo esto era mejor o peor, bueno o malo; en realidad, no me fijé mucho hasta que otros, otras, me llamaron la atención. Sé que así era o parecía Antonio Machado (cuando lo conocí) y que así siguió siendo, poco más o menos, siempre; sé que así era él, que era así de él y con él, que a él no le importaba nada de ese él y nada más. Nunca he podido esplicar por qué Antonio Machado, que era o parecía sencillo en otras cosas (sobre todo en sus utensilios) hablaba engolado y como fingido, estraño actor de autor, como si siempre estuviera imitando o más bien parodiando a un ente de trastienda. ¿Hubo en su familia alguien que él copiara? ¿Su palabra sentenciosa y pedantesca era en realidad la de Mairena? ¿Mairena y él eran dos? De todos modos parecía que no usaba su voz verdadera o que su voz verdadera fuera así. Recitando parecía un cómico de latiguillo y echaba la voz al fondo de la garganta pronunciando de modo diferente a la realidad. Siempre me extrañó la admiración que sentía por el empachoso y empolvador Ricardo Calvo, hasta el estremo de traérmelo para que me leyera bien mis propios poemas. Estas recitaciones las acompañaba con jestos lentos e hinchados. En su ir y venir era tórpido y tropezón, y cuando llegaba o se iba, solía echarse atrás con un levantar de pie pesado, como saludando hacia arriba, típico de los institucionistas de la libre de enseñanza. Una noche de invierno, calle de Serrano arriba, íbamos Machado y yo hablando de Rubén Darío. De pronto, nos encontramos recitando los dos, al mismo tiempo, “Cyrano en España”. Yo creía que no debía dársele al poema otro énfasis que el suyo y que debía decirse con voz entera y sencilla. Antonio Machado lo recitaba a lo retórico y no me olvido qué impresión más rara me hacía así el poema. Cuando hacíamos la revista “Helios”, Antonio Machado me trajo un domingo un “trabajo en prosa” incoherente y absurdo, inconcebible para mí en tal poeta, en el que quería demostrar, ampulosa y conceptualmente, que la mejor manera de encontrar a Dios era por medio del toreo. Unamuno había, sin duda, provocado una parte del trabajo, la parte del concepto estravagante, pero lo del toreo ¿de dónde venía? Yo pensaba no publicarle el artículo y él me sacó de apuros porque a la mañana siguiente, sereno y ayuno, vino por él. A mi juicio su prosa no era superior a su verso, pero se le notaba más la inferioridad. Su prosa está tratada a la pata la llana y tiene el aburrimiento que corresponde a un empacho ancho sobre lecturas. Me recuerda en otro tono a la prosa de Claudel, dogmática y notarial. Un humorismo profesoril y provinciano domina su sentenciar continuo, que no puede a veces librarse de maravillosos oasis de estraña visibilidad y clarividencia. Sus poesías, pocas y raras, nos parecían a todos lo mejor. Todos decíamos que era poeta estraño, huraño, filosófico, profundo. Y lo decíamos como una cosa decidida y aparte. Antonio Machado el raro y yo el esquisito. Villaespesa era, él lo decía a cada paso, el gran poeta del grupo. Manuel Machado, era general, considerado por la crítica superior a Antonio. En aquellos días, componía Antonio Machado “Del camino”, poemas entre Galerías, espejos, soledades, que yo ya sabía entonces que habrían de ser inolvidables para mí, entre todos los suyos y los nuestros, y que lo han sido, que eran y que son como la esencia remota, original, central de su alma, agua secreta de un pozo olvidado, con su solitario espejeo de luz y sombra, inéditos, con su bastarse a sí mismo, como decía el niño de Guillén, en un trasmuro de la ciudad asilo, Madrid grandote y desviado. El verso de Antonio Machado era, es, como se ha dicho siempre con rara unanimidad, tradicionalmente español aún en los momentos de mayor influencia del simbolismo francés o de Rubén Darío. Antonio Machado gusta más del asonante que del consonante y su metro mejor es la silba asonantada. El romance octosílabo lo usó poco y mal. En cambio, mucho el octosílabo aconsonantado. El alejandrino pareado lo considero lo más desdichado de su obra. Sus tesoros mejores siempre le salen en endecasílabos sencillos. Su poesía recorre toda una línea de poesía española llana y sensitiva, con altibajos de un paseante de campo sin cultivo, (Manrique, Lope, Sem Tob, Cervantes y también Campoamor y Bartrina; como estos poetas también, no estima la perfección, otra condición de la poesía general española). La influencia de sus contemporáneos pasa por él, con la excepción de Unamuno, sin él quererlo, Darío, J.R. Como Unamuno parece en muchos momentos un poeta portugués: Teixeira de Pascoaes. Es como la flor contemporánea crecida o rastrera, oculta o alta, mejor o peor de un campo de poesía abonado por los cuerpos de los poetas humanos y creado por las alas de los ánjeles divinos. No parece que mire mucho al cielo. Su dios, como el de Santa Teresa en los pucheros, anda, como el de Unamuno, entre las tazas de café y los vasos de cerveza, que Unamuno no bebía, de los modestos cafés madrileños o provincianos y parece que lo ve de soslayo. No creo que Antonio Machado entrase mucho en las catedrales o iglesias de los pueblos, Segovia, Soria, Baeza, donde vivió. Sus ideales eran de carretera y, con su paso sudoso y polvoriento parecía que encontraba el ritmo de su corazón. Acaso un espejismo del poniente, una cima nevada lejana, la tormenta. Tampoco un frecuentador de puestas de sol. Y un mar entre místico y dramático, como alumbrado de relámpago, estrañamente metafísico sin escesiva complicación ni comprensión. No creo que Antonio Machado ni ningún otro poeta, y hablo de los buenos, haya tenido nunca una filosofía, un sistema filosófico, ni se haya propuesto ninguna sistematización. Era metafísico y sentimental, por milagro, por iluminación, un haz de raíces con florecillas al viento imprevisto de la tierra. Llevaba su misterio como el suyo de verdad. En cuanto al ala, no creo que pensara más que en las de las águilas estáticas, por más que su lugar preferido era el alcor, un dominio de horizontes corrientes con todo lo que los horizontes corrientes dicen a los hombres raros. El juego de la luz y la sombra le daba un claroscuro difícil y a veces angustioso y su poesía tiene mucha angustia de angosturas, de pesadilla con lejanas salidas imposibles a planos de luz abierta. Cuando yo vivía en casa del Doctor Simarro, no le gustaba a Antonio Machado venir a verme allí y solía citarme para leer-me sus nuevos poemas en el Café de Gijón, Paseo de Recoletos. Una tarde me dijo, con gran secreto, que iba a leerme un poema, que iniciaba una nueva visión suya de las cosas. Sacó cuidadoso un papel doblado de su bolsillo y al abrirlo en vez de poema, había un agujero. Se quedó atónito, más que yo. Se lo había comido. Yo sabía, por los libros que le prestaba, que él roía el papel, pero en los libros lo que roía eran las márjenes hasta dejarlos como países de abanico. Pero en su poema se había comido el poema. Cuando me mandó a Moguer (1912) Campos de Castilla, tuve una estraña sensación de malestar. El libro, por fuera, era ya seco y pardo y al hojearlo me parecía como si Antonio Machado se hubiese pasado de una España interior, de ritmo invisible a una demasiado visible, demasiado palpable, casticista, es decir, convenida y de mayoría. Una raíz, una reciedumbre, una raigambre, una mancera, que iban bien con la voz engolada aquella que no servía para su otra poesía. Esta poesía y esta voz le trajeron una celebridad mayor y triste para mí. Y lo que yo quería de Antonio Machado era el río interior de su juventud, aquella fuente profunda y misteriosa que era, sin duda, lo que correspondía a la voz sencilla y natural que no le oía nunca.
JUAN RAMÓN JIMÉNEZ

Publicado en “Los papeles secretos de JRJ”, El Cultural, Madrid, 03/07/2002.
Fotografías: Antonio Machado, www.abelmartin.com; y Juan Ramón Jiménez, www.juanramonjimenez.com